miércoles, 15 de enero de 2014

LIBRO - CONTRAGOLPE PARA UNA ILUSION





Guillermo Rodolfo Pinotti

Contragolpe para
una ilusión

y otros cuentos.




Prólogo

Los caminos interiores son transitados por ideas múltiples y variadas, de distinta naturaleza, gestadas en sentimientos propios y en vivencias transmitidas que generan emociones y pasiones pasibles de ser interpretadas y representadas en una constelación de relatos, cuentos y poemas que reflejan el idioma universal que expresa la voz del alma.
Las circunstancias y cuestiones paralelas nos colocan frecuentemente ante imágenes especulares que nos identifican entre luces y sombras, amores y desamores, alegrías y tristezas.
Bajo el mismo sol y la misma luna, historias de promesas y juramentos, nostalgias y olvidos, encuentros y desencuentros, se repiten desde el principio de todos los tiempos, escuchando la voz del manantial llamado inspiración. Queda su mensaje atrapado en el papel al derramarse en letras las sensaciones vividas, los sueños, las ilusiones y las fantasías.
Aparecen abruptamente, se instalan en el pensamiento y, al darle el contenido vida a nuevas expresiones, dejan de ser propias para ser parte de las huellas del sendero común que transitan en un momento dado, destinos análogos.
Al leer escritos realizados tiempo atrás, los percibo pensados por otra persona, y la inquieta dinámica del pensamiento reflexiona, modifica, consiente, reprocha y reinventa palabras surgidas en distintos contextos y lugares, dejando evidencia de que los años nos transforman en individuos diferentes en distintas etapas de la vida.
Escribir nos permite dialogar con nosotros mismos hoy y además, con la persona que fuimos ayer. Podemos renacer y morir con cada personaje y transformarnos para tener nueva vida cada vez que un libro se abre. Leer el lenguaje de los sentimientos reafirma que la energía interior que moviliza nuestras acciones, transite inalterable por nuestros senderos interiores desde siempre, aunque la experiencia enseñe la pausa y el apuro dé lugar a la paciencia.
Nació mi satisfacción por escribir cuando era niño. En aquella época los maestros de grado nos proponían realizar composiciones a partir de un título determinado, invitándonos a divagar con él en nuestras cabecitas. Así intentamos describir un paisaje, narrar una historia y, en forma elemental, escribir de puño y letra una carta a un amigo. Aprendimos a usar el diccionario, buscar significados, sinónimos y antónimos. Con estas y otras herramientas, construíamos torres con letras y palabras, castillos con sujeto y predicado.
Los relatos, narraciones o cuentos, no persiguen ni pretenden alcanzar excelencia literaria, sino transmitir sensaciones que motiven incurrir en turbulencias que sacudan la inercia del pensamiento y despierten en el lector personajes interiores mutantes, sujetos a vaivenes y transformaciones que sólo permite el ensueño entre lo real y lo quizás posible.
La transmisión de la historia misma, está sujeta a la divulgación entre pares de comentarios y anécdotas que, desde una simple reunión de amigos o una ocasional charla, se convierten en relatos lugareños sujetos a múltiples transformaciones que invitan a registrar en letras un momento dado -a modo de una fotografía- un instante de la vida. Dos mujeres en una esquina, tres hombres en un café o una joven que se cruza en la calle con una amiga, conversan sobre situaciones y circunstancias de su diario vivir; de lo que piensan y de lo que suponen, de lo que vieron y de lo que escucharon, de lo que pueden comprobar y de aquello inexplicable a sus cinco sentidos. La conclusión y final de numerosas historias quedan sellados para siempre en el boca a boca y en el contexto de que todos dicen. Y sólo así, en la verdad incierta, se explica la fortuna del que poco ha trabajado, la generosidad del que reparte un poco de lo que ha robado, y el amor referido por la vida sencilla del que vive en la opulencia.
Era común en las madres y abuelas del siglo pasado, disponer de tiempo para contarnos cuentos. Muchos de ellos eran relatos de sus propias vidas y, cuando no nos gustaba el desenlace, la obligábamos a retomar la historia y darle un final diferente. Ese es el perfil que sugieren los cortos relatos de este libro, dejando finales abiertos e ideas elásticas, que motiven al lector a cerrarlas de acuerdo a su propia imaginación y pensamiento, sus creencias y principios.
La inclusión de algunos cuentos publicados anteriormente en Mi fuga de ideas -mi primer libro-, obedece a la postergada reedición del mismo y a cumplir con el deseo de amigos lectores que me lo han solicitado.
Reunir relatos, cuentos y poemas en una misma obra, quizás no responde a un orden aconsejado, pero condice con el deseo de quien escribe, dar lugar a quién fue y cómo sintió en distintos períodos su vida, y poder representar también el sentimiento de testimonios escuchados, desde la descripción de imágenes e ideas concretas, hasta la interpretación de lo abstracto. En definitiva, quedará en manos de quien recoja las ideas que cursan en mi sendero interior, el abrigo y destino que les dé, siendo partícipes y dueños de los sentimientos que las mismas despierten en ellos.

                                                           El autor

 OOO




La noche que fusilen
poetas y cantores
por haber traicionado
por haber corrompido
la música y el polen,
los pájaros y el fuego
quizás a mí me salven
estos versos que digo.

Esteban Agüero

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Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN:
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.





Contragolpe para la ilusión



Hay partidos de fútbol que, para los aficionados a este deporte, se enlazan a circunstancias de vida que los hace inolvidables. De pequeño la disputa familiar para influir en mi decisión por el club del que sería hincha, se polarizaba entre mi tío Pocho -fanático seguidor de Racing en épocas del “Equipo de José”- y mi abuelo Cándido, simpatizante de Boca Juniors.
Descansaban en un cajón de mi ropero las camisetas de ambos clubes y los banderines que ambos me regalaban, en tiempos en que la indecisión ganaba en mí la batalla.
En 1972 debuté yendo como espectador a un estadio. Tío Pocho organizó la travesía, que por entonces era llegar desde Chivilcoy a la cancha de Racing. Jugaban el local y Boca. Lógicamente, fuimos a la tribuna albiceleste, pero quiso el destino que tocara mi emoción el triunfo de los de la casaca azul y oro. Recuerdo la habilidad de Daniel Onega, que, viniendo de River, jugaba entonces para Racing, y los goles de Mouzo, Potente y Curioni para la victoria de Boca.
La experiencia fue un punto a favor para empezar a sentirme “bosterito”. Pocho, aceptando en silencio, con resignación y respeto, y privilegiando su amor por el fútbol, volvió a llevarme algunos años después a la cancha, pero esta vez a la Bombonera. Ganó Boca a San Telmo con goles de Taverna y García Cambón. Ya era fanático de Boca.
Mi papá, Coco, era hincha de Racing y seguidor de Huracán, campeón del ‘73 en la era de Menotti. Fóbico a los tumultos, no era adepto de ir a ver partidos, pero lo convencimos una noche con tío y fuimos a ver a Boca y Deportivo Cali de Colombia, en la tribuna de la cabecera que da al Riachuelo.
La vuelta de Maradona a Boca en la década del ‘90 fue contra Colón de Santa Fe en la Bombonera. Llevé en aquella jornada a mi hijo Andrés, que tenía seis años, sentado sobre mis hombros; fue el inicio de tantos momentos compartidos de mística y alegría, incluyendo el festejo de la Copa Intercontinental en las calles de la Boca la mañana de los goles de Palermo al Real Madrid.
Así, infinitos relatos entrelazan la vida con el fútbol, porque ambos son imprevisibles, se nutren de justicias e injusticias, amores y odios, triunfos y fracasos, y, sobre todas las cosas, iguala a todos con el silbato de inicio y con el silbato final. Abraza en sus sentimientos a humildes y poderosos, porque su esencia es de un idioma universal.
Historias de esta naturaleza hay muchas, y me surge la de un delantero que pensando haber perdido con los años el rumbo hacia la red, la vida le enseñó un día que el olfato innato para el gol permanece para siempre.
En una mesa de la fonda El Sauce, Calixto Almirón jugaba con la cuchara en el plato con caldo caliente que le habían servido. El menú del día incluía como entrada sopa de verduras, suculenta y sabrosa como las que preparaban las abuelas del siglo pasado.
Su cabeza casi totalmente calva y las arrugas que los años le habían traído, sepultaron su popularidad como centroforward en su juventud por un presente anónimo. Se acostumbró a la soledad de los últimos años de su vida. Sólo era don Calixto, para el mozo del lugar y para Ramona, la dueña del bodegón donde comía todos los días.
Un señor de mediana edad se acercó lentamente a la mesa del viejo y, estirando su mano derecha, lo invitó al saludo, y preguntó emocionado:

-¿Almirón? ¿El nueve de Cruz del Sur?

Calixto enmudeció por algunos minutos y, esforzándose para disimular la sorpresa, contestó afirmativamente e invitó a sentarse al admirador.

-Es usted una persona joven para mantener el recuerdo de mi pasado futbolero agregó con inquietud y también con alegría el veterano.

-No hubiera podido olvidarlo nunca -contestó el hincha-. El día de la final de 1978 que ganamos contra Sportivo, estaba en la tribuna con mi padre. Fue la primera vez que me llevó a la cancha. Me dejó el recuerdo de aquel abrazo prolongado y el grito de gol, cuando usted, un segundo antes del pitazo final, nos regaló el campeonato con aquel zurdazo en el ángulo.

Almirón se sintió rejuvenecer cuarenta años y, sin soltar la cuchara con la que revolvía la sopa, mirando extrañado a su acompañante en la mesa, preguntó intrigado:

-¿Cómo me reconoció? Mi figura de entonces ya no existe.

-Porque su mirada es la misma del poster que durante años estuvo sobre mi cama -explicó emocionado el fanático-. Además aquel partido y su gol dejaron algo especial en mi vida que llevaré por siempre. Cada vez que vuelvo al estadio miro el lugar de la tribuna en que estuve con mi papá. Fue el primer partido y también el último; falleció a los pocos días, sufría una larga dolencia. Comprendí de adulto su esfuerzo físico para llevarme aquel día el amor y entrega de su alma para regalarme este recuerdo eterno. ¿Cómo voy a olvidar aquel golazo?

Calixto se quedó sin palabras. Bajó la cabeza y siguió tomando su sopa hasta que el mozo, ajeno a la situación, lo auxilió en su perplejidad trayendo la milanesa con puré de papas que había pedido antes.
Finalizaron con un café y se despidieron con un abrazo, con la promesa mutua de reencontrarse y convenir un día para concurrir juntos a la cancha.
Almirón volvió caminando despacio a su casa, reviviendo a cada paso un recuerdo. Su vida había tomado un nuevo sentido, y pensaba cuántas veces el hombre, convencido de estar inmerso en el olvido, desconoce estar siempre presente en alguien que quizás jamás ha conocido.
Llegó a su casa y se acostó de espaldas en su cama revuelta. Cerró sus ojos y cabalgando en sueños, cuando en la vida cuesta abajo sólo esperaba el pitazo final, un pelotazo largo cruzó la mitad de la cancha, y Almirón, corriendo como un rayo, hizo de aquel contragolpe otra victoria. Como en el fútbol, la vida le dio revancha. Quedaba otro partido por jugar.





Llorando sangre


La noche era muy fría y la calle estaba desierta. En la vieja guardia de hospital, algunos perros aquerenciados esperaban a sus dueños sin saber que ya nunca saldrían por aquella puerta. Desplomados en el pasillo junto al calefactor, buscaban calor para pasar la noche y acortar las horas perezosas del tiempo diluido, que marcaban relojes con agujas de goma.
Alberto, el chofer de la ambulancia, cebaba mate en un jarrito enlozado, viejo y abollado. Con voz medida y a ritmo pausado, aconsejaba a Elena, la enfermera, quien escuchaba con atención pero sin dejar de envolver gasas que apilaba sobre la camilla:

-¡Tenemos que dejar de pisar barro, Elenita! ¡Hasta cuándo vamos a cocinar con grasa!

-¡Es cierto! ¿Creés que no me gustaría pegar un salto y dejar de laburar en este manicomio por tres pesos? Tenemos que conseguir una buena palanca y sacar la cabeza del pozo -propuso la enfermera.

-¡Pero no es fácil! -exclamó Alberto-. Basta ver cómo te fue a vos chupándole las medias a los políticos de turno. Empezaste acá lavando pisos hace muchos años y ahora seguís cortando gasas por chaucha y palitos… ¡y ellos millonarios!

-Bueno… roban pero dan…

-No todos, Elenita, el único vivo fue Sabala.

-El Saba consiguió empleo para mi hijo en el corralón… ¡Eso no es poco! -aseveró la enfermera.

-¡Pero te costó pegar afiches veinte años y hacer mil kilómetros repartiendo boletas! Y lo peor: ¡venderle el alma al diablo!

-¿Por qué me decís eso? ¡Siempre fui una mujer humilde y honrada!

-No niego eso, siempre pusiste el corazón. Pero trabajaste para un político que enarboló la bandera de Cafiero y después de Ruckauf; pasó luego por el neoliberalismo y lo vimos entrar en el Menemóvil junto al Turco. Siguió con las manzaneras de Chiche Duhalde y después de algunos remolinos hizo un aterrizaje fantástico con el kirchnerismo. Tiene cintura política, eso es innegable.

Elena miró al ambulanciero y comenzó a enrojecer; le apuntó con su índice derecho y descargó su enojo a los gritos:

-¡No podés decir eso! ¡A vos te vimos por Canal 4 comiendo empanadas en el Comité Radical cuando ganó Murúa y seguís siendo afiliado peronista! ¡No podés hablar vos!

Alberto pensó unos minutos y volvió a la carga con una reflexión defensiva:

-¡No discutamos, Elena querida! ¡Nosotros seguimos laburando como siempre y otros están haciendo carrera política a partir de una urna robada!

-¡Decí lo que quieras! -retrucó la compañera-. Cuando Sabala llegue a presidente no te quiero ver pidiendo nada… Y recordá bien lo que estoy diciendo -subrayó desorbitada-: ¡será presidente porque tiene pasta!

Dos golpes en la puerta, como si intentaran derribarla, interrumpieron la conversación. Un anciano, con una herida cortante en la cabeza, era ayudado a ingresar en el consultorio de guardia por un remisero que lo había traído.

-¡Llamá al médico de guardia! -ordenó la enfermera.

Después de intentar con el teléfono interno dos o tres veces, Alberto corrió por el pasillo hasta la habitación del médico, lo despertó y le informó la urgencia.
El doctor Ulises entró en el consultorio con las manos en los bolsillos del guardapolvo sin saludar y miró al viejo herido tendido sobre la camilla. Después, levantando el mentón con su mano derecha, observó a cada uno de los presentes y sentenció: “Hay que suturar”.
Al terminar su prolijo trabajo, se quitó los guantes y se sentó en un banquito junto a la estufa. Giró la cabeza y, mirando la pava de aluminio y el mate, ordenó con un guiño a Alberto que le cebase uno. El paciente fue a una habitación para reposo y Elena, refunfuñando, limpiaba el derrame que había quedado en el piso y repetía una y otra vez:

-¡Para cambiar el mundo habría que llorar sangre!

Los ojos de Alberto tomaron un brillo diferente. Dejó al doctor unos minutos solo y, con un murmullo cómplice, se alejó junto con Elena caminando por el pasillo.

***
Había amanecido y era la hora de cambio del personal. La enfermera del turno mañana no podía articular palabra alguna. El médico de guardia le preguntó que ocurría. Lo tomó de la mano y lo llevó hasta el final del pasillo de entrada. Un grupo pequeño de personas rezaba junto a la imagen de la Virgen. Todavía sin entender, el doctor Ulises volvió a preguntar y, una joven que lo oyó, volteó su mirada y le dijo:

-¡Es un milagro doctor! ¡La Virgen llora sangre!

***
El tiempo sigue pasando y todavía nadie sabe si hay algunos que dieron para después robar o robaron primero para dar después; si la fidelidad va primero con los ideales o con los hombres; si hay hombres con ideales o ideales hombres y, al fin, si la fe es la convicción de lo que no se ve o es mejor ver para creer. Roberto sigue soñando con poder dar un salto salvador, y Elena repartiendo boletas, para que no se olviden de ella el día que necesite una palanca. La Virgen sigue siempre en el mismo lugar y, de vez en cuando, ante la injusticia en el mundo, algún creyente fija la vista y la agudiza, para descubrir si fue verdad que alguna vez lloró sangre.

 
***



Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN:
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.

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Quizás sea cierto

La casa de pensión era modesta. Una antigua casona con un zaguán que se prolongaba en un delgado pasillo reformado, iba dejando a derecha e izquierda las habitaciones que ventilaban a un patio de invierno central que funcionaba como living, comedor, confesionario y lugar de abrigo para encuentros de variadas naturalezas. Un seguro candado y una cadena gruesa envolvían las rejas del portón de entrada pasando por un agujero del vidrio roto, garantía única para nuestras ideas que, en épocas de estado de sitio, nos daba derecho a nuestra libertad de reunión.
Los sábados por la noche se prolongaban hasta la madrugada del domingo envueltos en improvisadas tertulias. El arte y la bohemia de algunos, incentivados por el humo y el vino compartido, acompañaban alegrías, tristezas, nostalgias, esperanzas y relatos que venían para quedarse en la memoria de aquellas paredes y en la conciencia de cada uno de nosotros.
Escapando a las espinas de las realidades cotidianas, aterrizaban relatos de verdad incierta. El de la mujer luminiscente es uno de ellos, historia que con diferentes versiones circulaba entre los estudiantes de aquella época.
***

Cecilia Gamarra era una joven solitaria, de poco trato social, pero servicial cuando sus compañeros le solicitaban ayuda. Siendo estudiante se desempeñaba como ayudante de cátedra y deslumbraba en álgebra y análisis matemático. Tanto en clases teóricas como prácticas, sus profesores quedaban maravillados por su inteligencia y rapidez en la resolución de los ejercicios. El licenciado Giménez, admirador de la destreza de la alumna, repetía una y mil veces el juego de plantearle problemas a resolver y el tiempo en que Cecilia los resolvía. Expuesto un planteo en el pizarrón, el profesor se ponía de espaldas, caminaba quince pasos hacia el fondo del salón y, al girar, increíblemente la ecuación ya estaba resuelta.
Llamativamente, la alumna usaba números, letras y fórmulas conocidas que alternaba con signos y trazos de su propia invención
y que describía como “ayudamemoria”. Lo cierto era que el resultado final siempre era el correcto.
La encrucijada para el licenciado Giménez era no poder aprobarla, pues se le exigía el método de desarrollo tradicional y de razonamiento lógico, que la alumna también desarrollaba a la perfección en un tiempo promedio habitual.
Laura y Julián, compañeros de cátedra, se acoplaron a Cecilia para realizar un trabajo en equipo. Se reunieron en el departamento de ésta y, para beneficio de los primeros, la agilidad mental de Cecilia facilitaba todo tipo de escollos.
En un momento dado, Cecilia dijo sentirse agotada, indispuesta. Pidió permiso, con la educación que la caracterizaba, y se dirigió a su dormitorio. Sus compañeros de estudio continuaron con la tarea. Al pasar alrededor de media hora se inquietaron por la demora de Cecilia. Laura se acercó a la habitación y, luego de llamar sin respuesta, abrió lentamente la puerta. Un escalofrío corrió por su cuerpo al ver a Cecilia suspendida en el aire sobre la cama, rodeado su cuerpo por una luminiscencia entre azulada y blanquecina que encandilaba.
Ni Laura ni Julián pudieron guardar en secreto aquella experiencia, que comentaron al día siguiente entre un grupo de compañeros.
Y desde entonces, en un misterio que todavía inquieta cuando se invoca este recuerdo, nadie más supo qué fue de Cecilia, de Laura y de Julián, quienes se desvanecieron para siempre luego del fin de semana siguiente al hecho, y entraron en la nebulosa de desapariciones extraterrestres, junto a las penosas y reales a las que el infierno diario nos tenía acostumbrados.

***

Otro relato que circulaba por entonces era la anécdota de una experiencia paranormal, ocurrida al profesor doctor Aldo Rossegger, jefe de cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina.
Su prestigio profesional no lo apartó nunca de sus hábitos y costumbres de siempre. Vivía en su casa paterna y, como en sus épocas de estudiante, disfrutaba a sus setenta años de caminar hasta la parada de ómnibus cada mañana y viajar junto a otros trabajadores y a algunos de sus alumnos hasta la puerta de la facultad. Un día subió al colectivo y, al tomar asiento, percibió que frente a él un hombre de traje negro lo miraba en forma insistente. Llevaba un maletín que apoyaba sobre sus rodillas y jugaba con los dedos índices de sus manos tamborileando sobre el mismo.
Rosseger, intrigado por la actitud de su casual acompañante, inclinándose hacia adelante y en voz suave le dijo:

-Si usted me permite, creo intuir que nos conocemos, pero no recuerdo de dónde ni tampoco su nombre.

-No me conoce a mí, doctor Rosseger, pero yo sí a usted y también su trayectoria de vida.

Acostumbrado al reconocimiento público derivado de su trabajo, Rosseger no dio importancia a la respuesta del desconocido. Pero el diálogo tomó matices intrigantes cuando el hombre de traje negro giró el maletín, lo abrió y, dejando ver atados de dólares que llenaban todo su espacio interior, ofreció los mismos al profesor en una confusa propuesta:

“Quienes me envían y yo sabemos de su vida honrada, por eso sería bueno que tome este dinero y lo aplique a sus estudios y a lo que considere una obra de bien comunitario. Donde yo voy esto ya no me sirve. Tome a su cargo darle el destino que crea conveniente.”
Boquiabierto y sorprendido, el profesor pensó en instantes en las más descabelladas posibilidades: ¡quizás era un asaltante prófugo que perseguían y quería desprenderse del maletín; o tal vez eran billetes falsos provenientes del narcotráfico o quién sabe qué otra cosa extraña!

Asustado pero con actitud firme, agradeció pero rechazó el ofrecimiento. El desconocido lo miró fijo unos segundos, se levantó y se dispuso a bajar en la siguiente parada. Rosseger siguió su recorrido con la mirada y, al traspasar la puerta plegadiza del vehículo, la figura del hombre del maletín desapareció ante su vista.
Pocos años después, la enfermedad de Alzheimer ganó en Rossenger una nueva batalla, y aquella historia fantástica opacó la certidumbre que a su inicio había tenido.
Me contaron que sobre el escritorio que fuera del doctor Aldo Rossenger, todavía descansa como adorno la calavera que tenía grabado en su frente: “Fui lo que tú eres; serás lo que yo soy".

***




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Sugestión


Luis se enteró del extraño episodio ocurrido a un compañero de trabajo por la radio del pueblo, mientras desayunaba. Por ese motivo salió unos minutos antes de su casa, ansioso por conocer los detalles del caso. Entró en la oficina de la remisería y la operadora del teléfono, Clarisa, se anticipó antes de que preguntara:

-¿Supiste lo que pasó con Alcides?

-Hace unos minutos escuché en la radio. Contame vos.

-Tomó su turno anoche, tranquilo, como siempre. Le sale un viaje a un domicilio frente al cementerio. Era una mujer de unos cincuenta años, según dijo. Llega, le paga y le dice que la espere. Sorprendentemente, la señora cruza hacia el cementerio y al llegar a la pared la atraviesa y desaparece.

-¡Ese cuento es viejo! Lo único que me intriga es qué busca Alcides contando esto.

-Es un tipo serio. No me imagino que invente una historia así.

-Se habrá chiflado el pobre -aventuró Luis.

Clarisa frunció el ceño ante su descreimiento. No pensaba de la misma manera, tanto por conocer desde mucho tiempo atrás a Alcides, como por sus convicciones acerca de cuestiones paranormales.

-Mirá, Luis, hay cosas que ocurren y no tienen explicación lógica para nosotros, pero existen… algo hay…

-¡Dejá de joder!

-A mí me pasó algo parecido -atestiguó la mujer-. Hace un año mi hija menor, Romina, estaba con fiebre y no paraba de llorar. Crucé al almacén frente a mi casa para comprar aspirinas. Comenté esto a Simón, el empleado. Me escuchó con interés especial y me dijo que él podía curarla si yo le daba autorización. Le dije que sí, no perdía nada. Pidió el nombre completo de la nena y fecha de su nacimiento. Cuando llegué a casa, aunque vos no lo creas, Romina estaba jugando con el perro en el patio y la fiebre había desaparecido.

-Pero ese argumento, aunque sea real, no tiene mucho que ver con la historia de Alcides -cuestionó Luis.

-Falta una parte -continuó Clarisa-. Al día siguiente fui a agradecerle a Simón y me contó que desde pequeño había descubierto que podía curar, pero que no comentó esto a muchos ni lo practicaba asiduamente. Me habló del bien y del mal y de una dimensión distinta a la nuestra.

Luis escuchaba sin moverse, atento, para que no se le escapase ninguna mueca que pareciera una burla. Encendió un cigarrillo y convidó otro a su compañera, presta a seguir contando:

-Por entonces mis cosas no andaban bien: problemas económicos, había chocado el auto y, en casa, cuando no se llovía el techo se rompía el calefón o se quemaba la heladera. Quizás por necesidad o porque Simón me inspiró confianza, le conté esto. Me habló de su cambio en la vida desde que descubrió su don para hacer el bien, de la existencia de “seres de luz” que lo acompañan y que todos podemos tener si nos disponemos a ello. En fin… me hizo bien lo que me decía. Propuso venir a curarme la casa y acepté.

Saliendo desde atrás de la mampara de machimbre que dividía el habitáculo, se sumó a la conversación Felipe, que intentaba descansar en un catre improvisado. Sin decir palabra alguna, había seguido desde el inicio la plática entre sus compañeros. Acomodó la camisa debajo del pantalón ajustando el cinto y se sentó en el último banquito maltrecho que había y siguió entusiasmado el relato.

Con expresión seria, Clarisa se extendió en su confidencia:

-Simón fue puntual el día prometido para la visita. Al entrar hizo un movimiento tambaleante, se detuvo y dijo: “Acá hay seres fuera de su dimensión adecuada. Vamos a ayudarlos a que reconozcan su estado y descansen tranquilos”. Pidió una vela, la prendió y, casi inmediatamente se apagó como si alguien la hubiera soplado. Mi perro Quico salió corriendo hacia el patio espantado y aullaba como cuando escucha la sirena de los bomberos.
Después desparramó incienso y con un rezo terminó la sesión. Aunque no lo crean... ¡cambió mi suerte y mi humor también! Por eso les decía… hay cosas que no tienen explicación terrenal.


Luis y Felipe se miraron, y el segundo mostró su escepticismo:

-Perdón, Clarisa… pero me cuesta creer todo esto.
Se abrió de pronto la puerta e ingresó una clienta. Tapaba su cabeza y espalda un nylon negro, a modo de capa, para resguardarse de la lluvia que había comenzado.

-Necesito un coche… voy a la Avenida de los Fundadores casi hasta Ruta 30… pasando el cementerio.

Clarisa lo miró a Felipe y cabeceó indicándole que era su turno. Sin vueltas ni rodeos, éste se dirigió a la clienta con un consejo escurridizo, inspirado por la incertidumbre que antecede al miedo:

-¡La llevo encantado, señora! Pero le conviene el colectivo local, que pasa en diez minutos y resulta más económico…





Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN:
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.




Una porción de vida


  
Ramón ingresó abruptamente al salón del bar. El apuro por escapar de la lluvia y el frío de aquella noche de junio, condicionaron su llegada desprolija, impropia para su estilo.
En la mesa que habitualmente los reunía, Diego escribía concentrado, ajeno a su entorno, con aspecto de distinta sintonía.
La mano de Ramón en el hombro de su amigo, a modo de saludo, fue una actitud suficiente para que Diego regresara a la dimensión adecuada.

-¡Hola, viejo! ¡Qué dura viene la noche! -exclamó Ramón-. Se te ve cara fulera, Diego. ¿No estarás dibujando el testamento?

-Nada que ver, pasa por otro lado -contestó su amigo-; es esta maldita rutina de siempre. Pero esta vez hay algo especial que me toca adentro. Cosas de todos los días, de la vida, que le pasaban a los demás y ahora me pasan a mí. Estoy desubicado. ¿Me podés entender, Ramón?

-Para nada... dame una pista.

-Son los afectos, Ramón, la sensación de estar partido en dos o tres pedazos. Algunos sentimientos a los cuales tengo miedo de dejar porque me debo ir y otros que se van y me dejan solo.

-No quiero pensar, Dieguito, que Teresa... -insinuó Ramón, mientras se frotaba la frente con las dos manos.

-¡No, Ramón! No son problemas de cuernos. Son otros afectos que siento que se me escapan de mis manos como el agua. Es una idea fija permanente… ¡Ahí está! ¿Se entiende?

-Más o menos…

-Y lo peor -continuó Diego- es que pienso que tal vez, si las cosas se dieran así, es para ellos mejor. Que soy un egoísta en algún modo.

-Una historia complicada la tuya, Diego, pero no hay que entregarse. Hay que encontrar la fórmula para salir adelante -alentó Ramón.
Desconcertado y devolviendo frases descolgadas, Ramón hacía tiempo para encontrar la manera de entender a su compañero y levantarle el ánimo.
Se hizo un abismo de silencio que Diego comenzó a llenar con una catarata de palabras:

-A la larga, todo se vuelve rutina, Ramoncito. Salvo que haya algo que sea realmente distinto, que marque la diferencia y te deje una huella bien adentro. Ayer fui a comprar un cuadro para mi oficina y la vendedora me ofreció algo que dio en la tecla. Me mostró una pintura llena de colores, sin límites definidos; me despertaba interés al mirarla. Para mí era el cielo con grandes nubarrones; la vendedora me dijo que parecía el reflejo de un bosque en un lago. La compré porque me gustó, irradiaba alegría.
La sorpresa la tuve cuando estuvo en la pared, al costado de mi escritorio: llegó Raúl, el cafetero, la miró fijo y me dijo: “¡Linda pinturita, pero la colgaste al revés, jefecito!”...
»Esa puede ser la clave... tener la magia del artista que nos permite ver en la misma pintura una imagen distinta cada día.»

-Puede ser -respondió Ramón y, acomodándose en la silla, decidió prestar un rato sus orejas a su amigo.

-Lo mío -continuó Diego- quizás sea desde hace mucho tiempo. El barbudo me largó al mundo con suficiente asado pero con poca leña para cocinarlo a punto. Eso me hizo vivir apurado, con miedo a dejar la carne cruda, a quedarme sin brasas. Se me cayeron muchas monedas de mis bolsillos rotos por ir demasiado rápido, por no parar a comprar aguja e hilo. Sé que no puedo estar desconforme, Teresa me amó y fue mi guía, me dio todo, inventó lo que no tenía, llenó de luz con nuestro hijo mi vida... Vos sabés que siempre fui sencillo, si hasta el mejor regalo que le hice a mi hijo fue una pelota de trapo que tiene desde chiquito. Le enseñé a tirar un caño a un banquito, a hacerle una gambeta y un sombrero a una silla y a ponerla en el ángulo de la puerta que da a la cocina cuando salía el arquero... y abrazarlo fuerte, imaginando la tribuna que se nos venía encima. Pero, como te decía, por vivir con tanto apremio, quizás alguna vez fui injusto, demasiado duro y, aunque por dar no me queda nada, siento ansiedad de no poder estar, para devolver cuanto me han querido.
»Ayer me crucé con el calesitero y me recordó que la vida dejó paga una última vuelta. Pero lo que él no recuerda, es que guardo un gran puñado de sortijas que gané volando en aquel avioncito rojo que me gustaba.»
Instintivamente los dos se pararon, se abrazaron fuerte y lloraron hasta sentir despejada el alma. Diego miró a Ramón a los ojos, le dijo “Gracias”, y sin más palabras se fue caminando lento.
Ramón, vuelto a sentar y mirando hacia la ventana, pensó que fue bueno que Diego soltara todo, sin sospechar todavía que faltaba el testimonio de la carta que su amigo había dejado sobre la mesa.

Querida hermana:

De tu partida a Europa, sea a España o Francia quizás, mentiría yo si te digo que me alegra, ya que te quiero feliz, triunfante, como eres, llena de energía; pero cerca de todos los que te queremos aquí, en Argentina.
No es por egoísmo que digo esto, te deseo lo mejor, pero la duda me inspira a pensar que de la nada no se construye nueva vida.
Hasta conociendo lenguas extrañas, nunca encontrarás el idioma de nuestra tierra, de nuestras plantas y sus hojas, del horizonte en el campo al ponerse el sol, del mate compartido bajo un techo amigo. Hasta el dolor de sufrir es más digno, en la tierra propia, donde se ha nacido.
Cuando te encuentres en un lugar tan lejano y lo que conozcas deje de ser novedad… ¿qué no dará Toni por gritar un gol de Boca y abrazarse a su tío?, ¿qué no dará Federico por un asado un domingo? Y Marita y los paseos todos juntos... y los afectos compartidos de los abuelos, de los amigos.
Quejarme siempre me quejo, es cierto, pero creo conocer el camino que transito, con miles de piedras y espinas; pero es mi tierra que con mi sangre regaría antes de buscar, en nebulosa lejanía, migajas de felicidad a cambio de mi identidad, mi historia, lo que he sido, mi vida.
Cabeza dura me conocés, pero defiendo lo que siento, no puedo fingir alegría, viendo a mis sobrinos entre gallegos o franchutes.
Quiero decirte que recuerdes que la pasión obnubila la razón, que espero te realices bien, pero te quiero argentina y latinoamericana… y para tus chiquitos lo mismo que para mi hijo.
Si lo que buscás es la felicidad, no vale la pena ir hasta Europa. La felicidad está dentro de las personas, igual que Dios, para cada cual con distinto valor, depende de cuánto uno se valora y no por el valor que dan los demás.
Tenés tiempo para ir y pensar. Te estaré esperando con los brazos abiertos, feliz como te quiero... pero en Argentina, siempre en Argentina.

                                                                                  Tu hermano Diego

Luego de guardarla en su corazón, Ramón rompió la carta, tomó un trago de café ya frío, y se marchó  rumbo a su casa en busca de su familia y de un plato de sopa caliente.


Chivilcoy, 2012
Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN:
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.

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Siesta

El frío polar de aquella madrugada ilusionó a todos en el pueblo con volver a ver copos de nieve como hacía poco más de dos años, el 9 de julio de 2007.
Las calles desiertas sólo eran transitadas por un viento helado que congelaba con su roce cada objeto que se le interponía. En una esquina, al reparo de una caja de cartón, dos perritos vagabundos se daban calor uno al otro y, hechos una bolita, de sus hocicos nacían duendes de vapor que se dibujaban y desvanecían en el aire.
Cobijada en su habitación, dormía la pequeña Sofía, descansando su cabecita entre su almohada y un osito de peluche marrón.
El timbre del teléfono y la luz de la habitación vecina no fueron suficientes en un primer intento irrespetuoso para despertar totalmente a la niña. Pero un segundo llamado y la voz de su madre, en un murmullo entrecortado, terminaron con los sueños de algodón.
Sofía entró en la habitación de su madre y la vio sentada en el borde de su cama. Tenía las manos apretadas entre las piernas y los ojos enrojecidos miraban sin ver hacia el final del pasillo, más allá de la puerta.
Sofía se sorprendió. Corrió con ansiedad y miedo, abrazó fuerte a su madre y se quedó inmóvil, esperando una respuesta a aquella actitud incierta.

-Tío Alejandro se fue al cielo -dijo la mamá desconsolada.

-¡Tío es joven, mami, todavía no debe irse! -replicó Sofía en su inocencia de niña.

El silencio se prolongó porque no había respuesta posible. El frío ganó el interior de la casa de la mano de la angustia. Mientras la niña y su madre permanecían abrazadas, mil recuerdos pasaron en segundos, sin palabras: la risa y las bromas de Alejandro, su actitud dispuesta al diálogo y a brindar una mano amiga, su atención y memoria para los cumpleaños, sus mensajitos y su vida llena de juventud y alegría.
No permitió el corazón niño de Sofía dar lugar a despedidas. Pidió quedarse en casa de su abuela María, y juntas, mientras la anciana tarareaba una canción de cuna, sujetaron con hilos de seda un ramo de flores y una cartita que Sofía escribió para su tío Alejandro.

-¿Por qué Dios si es bueno se llevó al tío Alejandro?- preguntó la niña a su abuela.
-Porque Dios tiene ya muchos años, está viejo y cansado y a veces, cuando duerme la siesta, pasan cosas terribles -contestó María.
Sofía quedó pensativa, y buscando una respuesta piadosa, alivió el dolor que en su alma sentía:

-Tío Alejandro despertará a Dios, golpeando las puertas del cielo, y contento lo recibirá y cuidará siempre a todos nosotros.
La abuela abrió las ventanas; en el cielo, las nubes en retirada dejaban lugar a los rayos del sol, que aquel día de invierno daban la bienvenida a un hombre bueno.




Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN:
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.


El cliente del bolso negro


La calle junto al mar se encontraba envuelta en una neblina densa y, mirando a lo lejos, focos con luz amarillenta marcaban el circuito hasta llegar al puerto. No sé por qué decidí caminar aquella noche tan fría, quizás buscando algo más de calor del que había en la soledad de mi morada. Mi paisaje interior acentuaba aquella sensación, propia de la geografía de una prostituta entrada en años, con nieves eternas en su alma. Una brisa húmeda despejó la bruma frente a mí y, como aparición fantasmal, un hombre que caminaba a paso lento se detuvo para no embestirme.
Miré su cara y sus ojos, al principio contraídos por el sobresalto.
No tuve dudas. Era aquel misterioso cliente de las noches tormentosas, el marino del barco con casco bermellón.
Vinieron a mi memoria sus visitas al viejo cabaret, su mirada fija sobre mí y el bolso de cuero negro que llevaba colgado en su hombro derecho.
No es casualidad que lo recordase. Solamente venía las noches de lluvia torrencial en aquellos inviernos que mi juventud toleraba para mitigar el hambre.
Sin palabras, parado frente a la cama, sacaba de su bolso un camisón de seda negra con el que me vestía. Luego rociaba mi cuello y mi espalda con perfume francés. Me tomaba de las manos, cerraba sus ojos y, sin quitarse él la ropa, nos acostábamos en la concavidad del viejo colchón vencido, que simulaba un nido. Me abrazaba fuerte durante largos minutos, hasta que su llanto brotaba como un mar arrollador y se desahogaba en una profunda espiración final. Luego la paga, un beso en la frente y el silencio. Quizás indujo la vida esta caminata para contestar mi interrogante.
Parado frente a mí todavía, el marino también me reconoció y, en la distancia que faltaba para llegar al puerto, supe que en aquellas noches de lluvia y frío había sido su amada muerta, que el pobre imaginaba tiesa y helada en la tumba, lleno de culpa, por no haber estado con ella el día que partió.



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Tiempo adicional

En memoria de Carlos Marriera, fallecido el 18 de junio de 2008 en un acto oficialista en Plaza de Mayo, Ciudad de Buenos Aires, Argentina.


Ricardo había vivido siempre en la esquina de Alberdi y Boquerón. Lo conocí hace más de treinta años en uno de aquellos partidos de fútbol callejero. Jugábamos en un terreno baldío lindero a su casa. Puedo recordar muy bien aquel predio que llamábamos “la canchita”, con un cerco de ligustro en el límite lateral, junto a la acera. Un monte de eucaliptos hacia el oeste, escondía el sol por la tarde simulando llamaradas con reflejos anaranjados que caían sobre un sendero oblicuo que llamaban Diagonal Evita.
En aquella niñez de entreveros futboleros, donde todos éramos y nos sentíamos iguales, Ricardo conoció el triunfo por mano propia. Disputó cada pelota en juego, fue capitán del equipo barrial y firmó aquella carta que hicieron en la escuela, para pedir once camisetas en colores azul y oro al club de sus amores. De sentimientos nobles y responsable de las promesas de sus palabras, no conoció el significado del vocablo traición.
Por eso, con el paso del tiempo y los distintos caminos que siguieron sus viejos amigos, no comprendió su corazón generoso, que aquellos por los que él se entregó en la cancha y en la vida -sin avisarle nada- le sacaran el brazalete de capitán del equipo.
Así, por ellos repartió boletas casa por casa en mil campañas políticas, pegó carteles y se quemó las manos asando chorizos en tantos discursos partidarios. Pero su triunfo nunca fue más que la alegría de sentir la pertenencia al grupo que ganaba en aquellas elecciones, un par de chapas nuevas para el techo de su casa cuando nació su hijo, el dinero para la sepultura cuando murió su madre y la infaltable tarjeta de cumpleaños que la agenda de hábiles secretarios marcaban, para él lo mismo que para tantos.
Recuerdo una mañana de junio de 2008. Por el pasillo entraba Ricardo con la cara enrojecida y la mirada saltona.

-¡Me voy para Buenos Aires! -gritó al verme asomar por la puerta.

-¿Pasa algo malo? -pregunté asustado.

-¡No! Mañana hay un acto en Plaza de Mayo y el flaco Golondrina me invitó para ir en un micro que sale de la municipalidad -aclaró Ricardo y, tomando mi jarro con mate cocido, lo vació de un solo trago.

-Es una buena oportunidad para viajar y, de paso, llevo a mi hijo Manuel a conocer la Bombonera, caminamos por la Boca y rapidito regresamos a la plaza -explicó entusiasmado.

-¡Pero se van a dar cuenta! No les va a caer bien esa jugada -traté de alertarlo. Ricardo se quedó pensativo, se frotó las manos en la cara y lentamente comenzó a hablar con emoción:

-Manuel cumple diez años el sábado y yo le prometí llevarlo a conocer la cancha de Boca. Le conté tantas veces de los jugadores de mi infancia… Roma, Rojitas, Madurga, Ponce, Curioni, Ferrero. Él vivió conmigo cada grito de los goles de Palermo. Y debo llevarlo al Coliseo de la Boca, que sienta esa emoción conmigo. Pero ando sin un mango. Esta semana me tomaron de peón para albañil y si le falto mañana al capataz me raja… por eso… quería pedirte algo…

-¿Te hacen falta unos pesos? -me adelanté antes de que terminara.

-¡Para nada! -subrayó Ricardo-. Quiero que me des una mano reemplazándome en el trabajo. Con la guita me arreglo, nos dan cincuenta pesos a cada uno y la comida por concurrir, me llevo algo para el pibe y zafo con eso.

-¡Trato hecho! -contesté con alegría, sabiendo el significado que este favor tenía.

Un apretón de manos selló la despedida y la promesa de Ricardo de contarme este sueño a su regreso.

Ricardo y Manuel llegaron a Plaza de Mayo. La emoción dio lugar a una sordera benéfica inmune a los gritos de la multitud. En ese silencio, sus miradas incrédulas ante aquella realidad, recorrieron cada sector, desde el Cabildo hasta el histórico balcón de la Casa Rosada.
De pronto, una sirena rompió con el encanto. Una ambulancia avanzó entre la muchedumbre que se abría para dar paso. Buscaba socorrer a un joven compañero tirado en el piso. Quiso una burla del destino, que una farola de iluminación cayera sobre él para cerrar sus ojos para siempre.
Ricardo miró el cielo y lloró. Luego besó en la frente a su hijo y comprendió que sólo por él y por nadie más valía la pena dar la vida. Corrieron tomados de la mano por calle Defensa, avenida Almirante Brown y llegaron a la Boca.
Trajeron puñados de césped de la Bombonera, una alegría inmensa
y la esperanza de poder algún día gritarle a la vida como lo hacía el relator Bernardino Veiga para su equipo: “¡Gaanooo Bocaaaaaaa! ¡En tiempo adicionaallll! ¡Lo que no fue justicia al principio, fue justicia en el final!”
Bernardino Veiga fue un periodista y relator de poderosa voz, rápido y detallista. Era “el canto Azul y Oro”, donde jugaba Boca estaba él. Falleció el 7 de julio de 1979. Se inició en el año 1937 junto a Fioravanti,
en Radio La Voz del Aire. De sus primeros pasos poco sabemos,
el tiempo y la mala tecnología de la época dificultan conocer sus inicios, como así también su evolución como profesional del medio. Encontró su etapa de gloria en Radio Mitre y, paralelamente, los sábados
a la noche, en Radio Rivadavia, siguiendo las veladas de box desde el Luna Park. Luego trabajó en Radio Argentina (1969 - 1976) con Eduardo Colombo y Faustino García.




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Martina de Trujui

 Cosa rara es el destino. Así puede llamarse a la casualidad, la suerte o a las circunstancias que a uno le tocan vivir. Simplemente porque no siempre se puede elegir. Nacer es como despertarse cayendo en un abismo sin saber dónde el viento nos permitirá aterrizar, rezando para que el paracaídas que nos tocó se abra a tiempo y evite un comienzo estrellado.

La vida parió a Martina en una villa tras el arroyo Las Catonas. Una casita de madera, chapa y cartón fue su pesebre. El frío dolía cada noche al penetrar hasta los huesos, y al calor de la salamandra se dormía con la última brasa encendida. Acurrucada sobre colchones tirados en el piso, dormía junto a sus cuatro hermanos dándose abrigo mutuamente. Espiaba por recovecos entre las mantas, y miraba el cielorraso improvisado con un plástico negro que, sostenido con tachuelas, atajaba las gotas de agua que atravesaban las chapas cuando caía la helada en la madrugada.
Su madre partió un día y nunca tuvo una explicación que la convenciera. Su padre trabajaba como peón en un aserradero y le decía a veces que aquélla había regresado a Tucumán con su familia; otras, que había enfermado y difícilmente volvería, porque estaba internada.
A sus diez años, la escuelita era su contención. Guardaba una estampita de la Virgen de Luján entre las hojas de su cuaderno, único legado de su mamá, que la mantenía presente y la hacía sentirse cuidada.
Entre hojas zurcidas armó un borrador y escribía su libro diario,
testimonio de sus angustias y alegrías, sus esperanzas y su dolor.

Virgencita querida:

Tengo algo que me provoca malestar con esta situación nueva. Es como si me sintiera traicionada, aun sin saber qué pasará. Una sensación me oprime el estómago y también cerca de mi corazón. Hay algo detrás de todo esto que me hace sentir incómoda. Aunque sea dura, te ruego me muestres la verdad, porque necesito sacarme este dolor que nace entre tantas verdades y mentiras. Te suplico me dejes ver si pasa algo malo.
Si sabes que esto es terrible para mí, sácalo ya... no importa el tiempo perdido. Nunca pediré explicaciones, porque sabré que es tu respuesta a mis pedidos y confío en ti. Necesito saber qué cosas están pasando, si debo dar un paso al frente o al costado. Muchas veces me he visto abrazándote y llorando. Todo era una luz maravillosa. Siento tu presencia. La imagen vivida, de tus manos acariciándome la cabeza, es una de las cosas que me hicieron sentir que siempre estás a mi lado y que soy especial para ti. Me diste la posibilidad de sentirme tan chiquita y tan grande en tus brazos. Esa calma y esa paz sólo la tengo cuando te pienso y cuando te hablo.
No sé por qué a veces odio tanto, Señora mía. Horribles cosas vividas me angustian, irritan, enferman. No sé como lo voy a superar.

Martina creció siendo madre de sus hermanos más pequeños como pudo. Su padre ahogó en alcohol sus carencias y sus responsabilidades jamás asumidas, y la sociedad indiferente dejó que se derramara el agua de la solidaridad, durmiendo el tiempo las promesas de los años jóvenes.
El amor llegó por primera vez a su vida cuando un encuentro adolescente le obsequió un ramito de flores silvestres recogidas junto al arroyo y, caminando hasta el colegio, culminó con un beso tímido en sus labios.

¡Qué grandes son mis sueños! Apenas caben en mí. Toda una vida esperando lo que parecía imposible y al fin te das cuenta que todo es cuestión de tiempo, de Fe, de esperanza.
Me gustan mis sueños, los que imagino cuando estoy despierta y me hacen sonreír. A veces me siento rara, no logro entenderme. Paso tanto tiempo mirando la nada. Muchas veces me pierdo en el silencio y otras en el murmullo que inunda la mente transportándome a un abismo inexplicable. Imprevisible es el amor. Tanto nos da pasión, dolor, alegría, soledad, entusiasmo, desilusiones, inquietud, desesperanza, sueños, ausencias…

Pero el camino de su vida se anegó con incertidumbre, respuestas que nunca llegaron y el hambre como nueva compañía. Sus hermanos tomaron de la noche sus desdichas, y de ellas fantasearon sus riquezas, con penurias canjeadas como votos que los lobos pagaron con mentiras.
La historia de sus padres y sus abuelos se escribió con humildad y con carencias. De la nada, nada viene… y la nada fue su herencia. Nunca sabrá quién ha creado a los humildes. Tampoco quién los cargó de tristezas, ni el porqué de quienes hablan por ellos para seguir vigentes; ni la razón de su transcurrir doloroso e indigno. Escribía Martina sus ruegos, y sus lágrimas, tratando de olvidar, diluían la tinta en el papel.

¡Cuánto digo y que poco hago! Escribo en este cuaderno esperando respuestas, como si alguien me escuchara. ¡Qué loca me siento hablando sin solucionar nada! Como siempre, me doy cuenta de que sola no soy nadie. Me desplomo y me quedo totalmente sin rumbo. Sé lo que me provoca náuseas, la amargura del silencio.
¿Tanto puede costar el diálogo? ¿Tanto una simple respuesta? ¿Qué pasa por las mentes de quienes te dejan a un lado? ¿Por qué duele tanto la realidad?
La soledad es destructiva y la rutina destruye aún más. ¿Por qué temo siempre ser engañada? ¿Acaso todos están enfermos? No quiero creer que el mundo está enfermo. Quiero creer en el amor, en la felicidad, en la certeza que somos sanos en cuerpo y espíritu. Quiero estar libre de temor y tener paz interior; saber que todo está en orden…
Mi primer acoso sexual fue a los catorce años, por un borracho amigo de mi papá. El segundo por un hombre que llamábamos tío. Me tocaba y… Tenía yo apenas catorce años y sueños de algodón...
El tercero fue el encargado del aserradero donde trabajaba mi papá. Todavía iba a la escuela… tenía quince años. Horrible pesadilla aquello. Me decía que si yo hablaba, mi papá se quedaría sin trabajo.
A los dieciséis años, me enviaron con un patrón para cuidar a sus hijos en Buenos Aires. Éste, con un amigo, me drogó y me violaron. A los diecisiete años me fui de mi casa sin rumbo y, para los dieciocho, ya era una prostituta.
Estuve en un cabaret en Castelar y enfermé gravemente. Hoy tengo treinta y dos años, no puedo ser mamá. Me robaron todo, mi niñez, mi adolescencia y la posibilidad de formar una familia.
¿Quién me robó todo? El silencio y el miedo me destruyeron. Los maltratos de mi padre alcohólico, me llenaron de confusión e impotencia.

Martina se levantó mal. No sabía por qué. No sentía fuerzas para seguir. Una especie de mareo y vacío en la cabeza la aplastaba.
El pasado la atormentaba y no podía dejarlo atrás. Se sentía incapaz de luchar por una vida mejor.
Pero vino un viento nuevo que abrigó su corazón, el reencuentro con su primer amor, el de los días felices y espíritu con ilusión.

Apareciste sin pensarlo. Fue el destino quien nos quiso reunir. Algún camino de otro tiempo más feliz, te trae de nuevo aquí. Mi vida amaneció y la luz del universo se encendió en mi rostro. Me dijiste: “Aquí estoy yo” y te conocí como la primera vez.
Contragolpe para una ilusión 47
Quédate, no te vayas como ayer. Te fuiste entonces y yo, en mis sueños, tantas veces te busqué. Quédate, no me dejes sola nuevamente, no me lances al abismo, por favor. La noche es larga si no estoy contigo. Que no vuelva el frío del adiós.

Pero tuvo memoria feroz la vida, sin piedad ni compasión. No llegó el milagro de su hijo, que igual vivió en su sentimiento y la acompañó en su camino interior. Tampoco amar sin condición tuvo respuesta sincera y, otra vez en soledad, crecieron sus afectos
íntimos en sus sueños, impregnando su fantástica realidad:

Te esperé, hijo. Pensé que por fin había llegado el momento. Parece que mamá no puede encontrarte. ¡Qué tonta me siento! Estuve soñando con dar la noticia y sola esperarte los nueve meses. Pero no será y estoy llena de angustia. Creí que Dios y la Virgen se habían ocupado de mí… pero quizá no es el tiempo. ¿Será que debo sentirte así? ¿Será mi destino encontrarte en tantos niños que adoro y alegran mi vida? Ayúdame desde donde estás.

Regresó Martina a la villa y su lucha fue trabajar en el merendero que creó junto a un grupo de vecinos, con la convicción que los peldaños de la escalera para trepar a una nueva vida debían construirse con madera propia. Sus manos estuvieron para siempre extendidas al cielo, esperando recibir con afecto algún paracaídas errante que con viento descarriado, aterrizara en la indigencia. Caminar junto al arroyo con su perro Bobi fue su alegría,
recitando los versos con que cerró su libro diario:

“Yo soy la primera y la última,
soy la venerada y la despreciada,
la prostituta y la santa,
la esposa y la virgen.
Yo soy la madre y la hija,
soy la mujer estéril
y numerosos son mis hijos.
Yo soy la que da a luz
y la que jamás procrea.
Soy el consuelo de los dolores de parto,
soy la esposa y el esposo.
Yo soy la madre de mi padre
y la hermana de mi esposo,
y él… es mi hijo rechazado.
Respetadme siempre…
porque soy la escandalosa
y la magnífica.”






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Olegario

Olegario se sentó en un banquito junto a la bomba y la pileta donde otrora lavaba ropa su madre. No hacía falta compañía para que su conversación consigo mismo alcanzara tenores de alto nivel.
Conocedor por sus lecturas de temas mitológicos, no dejaba nunca de tener en cuenta los consejos de la Noche, diosa de las tinieblas, y los mensajes que Morfeo traía en sus sueños. Pero su amplia percepción -como él mismo la definía- lo hacía amigo de una amplia vocación pagana que, sin dejar de ser católico, lo hermanaba a Pancho Sierra, la Madre María y también a don Pascual y Angelito, consejeros espirituales de sus pagos.

Pascual Aulisio, Pascualito, fue predicador, consejero espiritual y gran difusor del culto y la misión de la casi legendaria Madre María, que lo había designado uno de sus apóstoles.
Pascual Aulisio, de origen italiano, nació el 6 de julio de 1889 y arribó a Chivilcoy en los primeros años del siglo XX. En el mes de mayo de 1920 inició su labor en la ciudad de Chivilcoy, abriendo las puertas de su casa, situada en la calle Dorrego 291, donde habilitó un espacio de reuniones, conferencias y predicación cristiana. Gozó de una amplia adhesión popular, contando con cientos de adeptos entre nuestro vecindario. Al año de su muerte, se le tributó en el cementerio local un importante homenaje, descubriéndose delante de su bóveda una estatua, obra del escultor Antonio Bardi. Su hijo, Ángel José Aulisio, Angelito, continuó con la misión de su padre. Falleció de modo trágico el 11 de noviembre de 1975. Había nacido en 1921. En la bóveda familiar de los Aulisio se puede observar una considerable cantidad de placas recordatorias, testimonio de gratitud y reconocimiento de sus fieles devotos.

Al fallecer su madre sintió la necesidad de estar más cerca de las cosas del cielo y, para estar consigo mismo y con entidades angelicales, comenzó su caminata durante cincuenta días y cincuenta noches, circulando por la Ruta 5 hasta el cruce con la Ruta 51, desde allí hasta la intersección de la Ruta 30, para luego retomar la primera. Realizó centenares de veces este circuito alrededor de Chivilcoy, hasta sentir paz interior. En aquella travesía conoció al Loco de la bicicleta, un hombre delgado y alto que caminaba a paso ligero y rítmico, tomado del manubrio, firme y concentrado. En la bicicleta llevaba enormes bultos donde transportaba sus pertenencias; viajaba con destino incierto, desde Luján hasta Bragado, pasando por Mercedes, Suipacha, Chivilcoy y otros pueblos cercanos. En un ir y venir sin pausa transcurría su vida atormentado, según el decir lugareño, atrapado por la locura, luego de perder a su familia en un accidente de tránsito. La desdicha de aquel episodio lo llevó a vagabundear buscando en el horizonte el consuelo para su dolor interior.
Olegario se encontró con él durante su recorrido. Se detuvieron frente a frente. El Loco de la bicicleta, con la mirada fija, gritó:

-¡Agua, agua, agua!

Olegario le alcanzó su cantimplora. El loco bebió y siguió camino. Nunca más lo vio, pero, al cabo de un par de días, se enteró de que había fallecido atropellado por un camión. Olegario pensó que algún ser angelical, o Dios mismo, lo había puesto en su camino para calmar su sed y despedirlo. También eran aquellos días los primeros en que Olegario caminaba por los senderos de su desquicio. Se sentó un atardecer al costado de la ruta, miró sobre un monte de enormes eucaliptos el paso de nubes algodonadas y, meneando la cabeza, dijo: “Los locos y los niños dicen la verdad”.
Caía la noche y buscó refugio en una alcantarilla. Constató la dirección del viento y, prendiendo fuego con unas ramitas, hizo que el humo en la boca del caño, ahuyentara cualquier alimaña que en aquel recoveco hubiera plantado su madriguera. Llegada la noche, fue testigo de la “luz mala”, resplandor del farol que los demonios llevan en su mano cuando salen de recorrido en la oscuridad, en busca de almas débiles para llevar al infierno. Un perro abandonado se agregó buscando compañía, y Olegario, aceptando que él también la merecía, dejo al pichicho hacerse bolita sobre sus pies y se acomodaron resguardándose del frío y la helada que venía.

***

-¡Mañana será otro día! -gritó el caminante desquiciado y, antes de intentar dormir, dio lugar a su rezo de rutina: “Con Dios me acuesto, con la Virgen me levanto, con el Señor y el Espíritu Santo”.

Un ruido como a cristales que se rompen lo despertó abruptamente.
Una voz interior lo tranquilizó en su sobresalto, llamándolo por su nombre. En el fondo de la alcantarilla, una luz fosforescente salía por un hueco cubierto con pasto seco. Despejó la entrada y arrastrándose boca abajo, ayudado por sus brazos y piernas, ingresó a un túnel iluminado por un brillo resplandeciente que provenía de una piedra de cuarzo. La tomó con su mano y trató de ver hacia la profundidad del sendero subterráneo.

-¿Dónde estoy? -se preguntó confundido. Y la voz interior aclaró su pensamiento:

-Este es el túnel de la verdad, el que muestra la diferencia entre lo que se dice y lo que se hace.

-¿La diferencia entre lo que se dice y lo que se hace? -repitió preguntando Olegario.

-Verás lo que decimos ser y aparentamos, pero en realidad no somos -explicó la voz.

-¿Y cómo saldré de aquí?

-Saldrás cuando tu imaginación lo desee y cuando tus dudas hallen respuestas -contestó la voz-. Este es un largo túnel donde el final lo pone tu propio apetito de verdad y justicia.

El túnel tenía un metro de ancho y dos de alto. Construido con enormes ladrillos de barro cocido, ayudaban a su sostén gruesas vigas de quebracho colocadas en tramos cortos sobre las paredes laterales y el techo. Olegario volteó hacia su derecha y vio un mapa dibujado en un bloque de cerámico. El corredizo desembocaba en otro túnel que comunicaba el templo de la iglesia mayor del pueblo con el Colegio de las Hermanas de la Misericordia. Desde allí partían múltiples comunicaciones y pasadizos. Uno llegaba hasta la antigua Estación Norte del Ferrocarril Sarmiento -hoy estación de ómnibus- pasando previamente por los sótanos de un abandonado molino harinero. Otro largo y sinuoso comunicaba con una casona ubicada en campos de una estancia llamada La Rica. Cada trescientos metros los túneles se ensanchaban formando pequeños recintos en los que se encontraban bancos de piedra para descanso de los caminantes. Después de andar durante cinco días, Olegario llegó hasta la galería subterránea debajo del Colegio de las Hermanas. Mirando en dirección a la iglesia mayor -distante unos doscientos metros- luminiscencias multicolores entraban por aberturas laterales a lo largo del túnel. Tuvo temor, casi pánico, hasta que nuevamente la voz explicó de qué se trataba:

-Aquellos son los ventanales de la buscada verdad. A través de ellos verás lo que debiera ser; lo que se expresa pero nunca se aplica; lo que se manifiesta como amor en el dialecto de la mentira; la fachada que dejamos ver y la mezquina realidad interior que nos gobierna. Estarás en presencia de una muestra del entorno circunscrito en nación; y de la pertenencia de la misma al mundo que, aunque siendo diverso en sus contenidos y argumentos, se mueve con los sentimientos del individualismo, discriminación, odio, venganza y falsedad. Defiende lo propio como verdad indiscutible y la idea única; sus oídos escuchan sólo su propia voz. Se alimenta de la vanidad y se enardece con la opinión de otros y la pluralidad de ideas. Ambiciona el poder y sueña con su perenne posesión. Esta energía maléfica vive en las dictaduras, pero se disfraza y mimetiza muchas veces concibiendo su virulencia hasta en la democracia misma, tapizando el espíritu republicano.

Olegario caminó hasta el primer ventanal. Vio una terraza amplia con sombrillas y una importante cantidad de gente sentada en sillones compartiendo bebidas y platicando amablemente frente a una plaza. -Este es el Club Cluscan -explicó la voz-, un lugar de esparcimiento donde concurren personas de todas las razas y clases sociales. Un ejemplo de ello es que la confitería del club fue dada en concesión a un integrante de un pueblo originario, un cacique toba. También es famoso el camping y cancha de golf del establecimiento.
Se realizó un torneo abierto latinoamericano y lo ganó un hermano boliviano. Los socios del club están orgullosos de pertenecer a esta asociación civil. Aquí concurren las personalidades más destacadas de la ciudad y encumbrados políticos. Es un orgullo nacional.
Del ojo derecho de Olegario cayeron cinco lágrimas. Y del izquierdo también.

Se adelantó unos metros y miró por el próximo ventanal. Una escuela pública instalada en un magnífico edificio ocupaba el centro de la imagen. Concurrían centenares de niños que eran acompañados hasta la puerta del colegio por sus padres. Amas de casa, comerciantes, abogados, choferes, constructores, empleados públicos y dirigentes, trabajadores rurales y, hasta los mismos maestros de la educación pública, enviaban a sus hijos allí.
Adelantándose a los interrogantes de Olegario, la voz interior se hizo presente: “Aquí la educación privada es irrelevante. El nivel de la enseñanza estatal es óptimo y la accesibilidad del pueblo a ella es igualitaria en todos los niveles. La conducta de los alumnos es moderada a través de la disciplina, sustentada por el respeto al prójimo, la tolerancia y la libertad en la expresión de las ideas. La disciplina está sujeta al ejercicio de la voluntad, circunscripta a las normas y reglas que por consenso rigen esta sociedad. Es por eso que las medidas que avalan el resguardo del bien común y respeto mutuo no se consideran una actitud represiva”.
Olegario reflexionó sobre lo escuchado, se rascó la oreja izquierda primero y la derecha después. Inspiró profundo para sentirse vivo y recordó cuando era pequeño y concurría a la Escuela Nº 7 Juana Manso y regresaba al mediodía a su casa para almorzar con sus padres. Alucinaban a gritos voces en su cerebro:
-¡Las mariposas en el aire y los peces en el mar! ¡Cada pájaro en su nido y cada cosa en su lugar!

La angustia hizo que no continuara mirando en los infinitos ventanales del túnel principal. En un ensanchamiento lateral a modo de recinto, colgaban cuadros en todas las paredes. Lo sorprendió que sus telas estuvieran en blanco. La voz descendió a su conciencia y dio claridad a su visión:

-Estos son los héroes nacionales, los verdaderos próceres, los que todo dieron sin pedir nada a cambio, los que fueron felices con las grandes verdades que viven en las pequeñas cosas; los que descubrieron la riqueza de vivir con humildad en vez de hablar de los humildes para vivir en la opulencia; los que para conocer mejor nuestra tierra aprendieron primero a caminar descalzos; los que resistieron trabajando en medio del dolor y la tortura; los que entendieron que las armas de la verdad y la memoria concluyen en la justicia sobre los hechos y no en el odio a las personas; los que alcanzaron la sublime sabiduría de comprender que la justa condena se nutre del recuerdo y se sostiene con la ley; los que conocieron que el perdón es un sentimiento de tono superior que aniquila y ridiculiza al mal, revitaliza la memoria y previene la repetición de la barbarie; son los que siendo anónimos no tienen rostro y forman parte de un todo que es el pueblo mismo. Los aquí condecorados aprendieron que la verdadera distribución de la riqueza, es la que se reparte de lo que atesora el corazón, donde el valor del oro se mide con amor. Con sus doctrinas no habría niños durmiendo en la calle y el mejor abrigo sería un abrazo sincero y fraterno. No puede exigir ninguna ley repartir a las manos, lo que el corazón no siente. Si la justicia y deseo de igualdad no viven en el espíritu de una nación es imposible el bien común conviviendo con planes sustentados en la apariencia, la mentira, la envidia, la soberbia, el rencor, el individualismo y la ambición desmedida de poder.

***
Olegario cayó en un abismo. Se desplazó en el aire y por último aterrizó al modo de un paracaidista en otro túnel. Subió corriendo por una escalera que estaba frente a él. Llego a la superficie y se dio cuenta que salía por una estación de subte en la puerta de un bingo. Se asustó y buscó otra salida. Salió a una avenida iluminada, nueva circunvalación de su ciudad. Meditó un momento y una presencia distante le envió una intuición placentera: ¡éste podía ser el camino a la nueva nación! Era la madrugada, puso las manos en los bolsillos del saco y regresó caminando a su casa.



Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN:
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.





Nueva esperanza
  
Aquel día festivo fue muy esperado. El bicentenario de la Argentina se sentía como el cumpleaños de todos. Y allí estaba, caminando en los alrededores del Obelisco, en silencio y observando todo, el pueblo, conviviendo y respetándose en su diversidad de formas e ideas. Los representantes de los pueblos originarios, los visitantes de todas las provincias y los fantasmas de unitarios y federales coincidían en aquel silencio respetuoso para oír a los cantores populares. Todos los allí presentes percibíamos un solo sentimiento: éramos la condición única necesaria para que la celebración fuera posible. Carteles multicolores y exposiciones variadas de nuestra cultura y costumbres alternaban con pantallas gigantes, donde la multitud miraba y alentaba el encuentro del seleccionado de fútbol.
En el espinoso camino de la Patria, la memoria y la conciencia colectiva, trascendiendo a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, no olvidaba al primer desaparecido -secretario de la Primera Junta de 1810-, al cepo y la Mazorca… ni a don Julio López -todavía por aparecer-.
Pero la memoria se asocia al tiempo tratando de sobrevivir, fija y guarda concibiendo experiencia; rememora y se hace presente cuando tiene sed de verdad. Y en esa alquimia de tiempo y memoria nace el ensueño del filtro de la historia que, sin perder el recuerdo selectivo garante de justicia, adormece el odio y el enfrentamiento; despierta la esperanza, el diálogo y el encuentro.
Y así, en la imaginación conjunta, Cornelio Saavedra se abrazaba con Moreno en la esquina de Avenida de Mayo y 9 de Julio; Castelli conversaba con Liniers en un café frente al Obelisco; Juan Lavalle estrechaba sus manos con Dorrego y, caminando lento hacia Plaza de Mayo, Juan Manuel de Rosas y Sarmiento miraban orgullosos la nación presente, que con aciertos y errores entre todos construimos. Con ese espíritu, mensaje que desde lo profundo de nuestro suelo brotaba como agua clara, se transformó poco a poco en torrente para derramarse en pedido y mandato a los gobernantes del tiempo que transcurría.
Con banderas albicelestes los niños corrían en zigzag entre la muchedumbre, mientras los aplausos crecían ante el paso de los soldados del Regimiento de Patricios y el de los Granaderos a Caballo del General San Martín.
Aquella tranquilidad festiva, y el murmullo suave y homogéneo del tumulto humano, hacían de ese sonido monótono un silencio, símbolo y resumen de muchas palabras, expresión y deseo de igualdad, unidad y paz para todos.
Con Adriana decidimos estar presentes esa tarde del 24 de mayo de 2010, recorriendo avenidas desde el Congreso hasta el Obelisco, y desde allí -luego de un descanso sobre el césped de la plazoleta- tomamos rumbo al sur con destino al Cabildo.
La plaza se fue poblando poco a poco con todos los que teníamos la convicción que la auténtica celebración del 25 de Mayo debía sentirse en ese lugar histórico y en el momento preciso en que las campanas indicaran el minuto cero.
El manto permanente de nubes que acompañó la jornada anticipó la llegada de la noche. El viento húmedo y frío acentuaba nuestro cansancio y apetito. Puso Dios entonces a nuestro paso un banco desocupado y, a su lado, el carrito de un vendedor de garrapiñadas. Pasaron pocos minutos y decidí distraer mi espera con maní caliente.

-Dame un paquetito de garra caliente -le pedí ansioso y apurado al manisero.

-Me vas a tener que esperar un ratito, hermano -contestó-; vendí todo lo que tenía envasado. ¡Ya sale la mercadería a punto como lo hacía la mazamorrera en otros tiempos!

El vendedor ambulante revolvía una especie de sopa azucarada donde volcaba maníes que flotaban en el líquido que se consumía luego del hervor. Se acercó un señor delgado, con aspecto de haber vivido gran parte de los años del Bicentenario. Vestía un saco corto a cuadros, una escarapela en la solapa y el escudo nacional sobre el bolsillito. Llegó junto al manisero y, luego de abrazarlo y palmear su espalda le dijo con afecto:

-¡Nos encontramos de nuevo en este día de la Patria!

-¡Efectivamente! Y este año con un encanto especial -agregó el manisero.

El viejo tomó un palillo y, mientras ayudaba a revolver el preparado, animó la espera con su charla:

-Sería lindo y provechoso empezar a construir y pensar para todos, sin diferencias ni egoísmo. ¡Parece fácil pero cuesta tanto!

-Es cierto - concordó el vendedor -, mientras algunos están en la 9 de Julio, otros reinauguran el Teatro Colón... y nosotros aquí, fuera del programa oficial.

-Esto fue desde siempre, la Revolución de Mayo vino de la mano de los hacendados y comerciantes importantes de la época, los militares y el clero. Basta con mirar la composición de la Primera junta y estudiar incluso las intrigas entre ellos. En fin -concluyó el viejo-, no fueron el aguatero, el vendedor de velas, la negra pastelera ni los mulatos y mestizos quienes hicieron aquella movida.
***
Ilustrado por la charla, pero ansioso por la demora, propuse a Adriana caminar por la recova en dirección a Estación Bolívar. Frente a la misma, el bar La Victoria ofrecía empanadas calientes y locro, suficiente tentación y motivo para acortar la espera.
Cerca de la hora señalada, una columna de embanderados se abrió paso entre la gente hasta colocarse en primera fila. Eran veteranos ex combatientes de Malvinas que fueron recibidos con aplausos.
Minutos después, un grupo de gauchos a caballo llegó desde Salta, uniendo los cabildos existentes entre esa ciudad, pasando por Luján, hasta Buenos Aires.
El reloj de la torre del Cabildo adelantaba cinco minutos. Todos los presentes controlábamos la hora esperando la salida del Regimiento Histórico de Patricios. Todos, brazos en alto, sostenían cámaras fotográficas, filmadoras y celulares para registrar y guardar aquel momento.
Por fin aparecieron los soldados de la banda de música sobre los balcones, al grito de ¡Argentina! ¡Argentina!
Cuando el reloj del edificio histórico marcaba las 00:05 horas, el Himno Nacional Argentino emocionó a la multitud. A lo lejos, los destellos de los fuegos de artificio de la fiesta oficial llegaban reflejados en las nubes que cubrían la ciudad. En el sentimiento reinante en el lugar, acompañó la canción patria el espíritu de San Martín, emergiendo de sus cenizas en la Catedral Metropolitana.
En la esquina de Diagonal Norte asomaron Rosas y Camila O’Gorman, Lavalle y Dorrego, Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, Eva Duarte con Lonardi y Aramburu, quienes, luego de su despertar para la paz, igualdad y armonía -al terminar el acto- volvieron a descansar en Recoleta, para dormir estériles e infructuosas diferencias.
El pueblo en su voz y su actitud pedía adormecer rencores. Nacía una nueva esperanza, crecer sin egoísmos, con igualdad y justicia… y sin repetir errores.
Al retirarnos de la plaza nos cruzamos con el manisero. Me ofreció garrapiñada recién preparada y, ante mi propuesta de reencuentro, respondió: “El año próximo, a la misma hora y en el mismo lugar”.




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Don Teodoro

 De pronto, en aquella tranquila mañana de otoño, corrieron hacia el callejón los perros de la granja. La ausencia de ladridos indicaba que alguien conocido caminaba bajo la galería de eucaliptos hacia nuestra casa.
Curiosa y apresurada, con la velocidad que podían alcanzar mis delgadas piernas de chiquilina, llegué a la primera portada. Sentí una inmensa emoción cuando reconocí a don Teodoro, con su andar lento y sus bultos sobre los hombros.
Nos visitaba todos los años. Al principio, mamá nos había dicho a Agustín, mi hermano mayor, y a mí que don Teodoro era un linyera o un croto... o algo así. Solía dormir en el granero, pero con el tiempo, su esmero en el trabajo y su educación, ganó el respeto y la amistad de papá. Por esa razón, la habitación al final del corredor, que fuera de tía Maruca, pasó a ser su pieza de huésped para siempre.
El momento de la cena era especial. Nos contaba historias de la guerra, cuentos y anécdotas, con su buen castellano y acento particular. Con mi hermano nos olvidábamos de la comida, hasta que papá con mirada fija y voz firme nos decía:

-¡Tomen la sopa, chicos, que se enfría!

-Es cierto, es una bendición tener la familia reunida y la comida sobre la mesa -agregaba don Teodoro, excusándose también por la charla-. Uno aprende a valorar las cosas cuando ya las ha perdido… o luego de mucho dolor -continuaba reflexionando-. Nunca olvidaré mis días de niño con frío y hambre... y cuando teníamos algo para comer, mi madre cocinaba polenta con leche de cabra…

La luz del farol, colgado del tirante más alto del techo, se iba agotando. Nuestros párpados pesados marcaban también el rumbo para el descanso y el final de la jornada.
Durante el día, luego de realizar las tareas con papá, don Teodoro nos armaba juguetes con trozos de madera, ramitas y alambres.
Después de almorzar, armaba sus cigarrillos y fumaba pensativo debajo del corredor. Con Agustín lo mirábamos sin atrevernos a decirle nada, hasta que él con una sonrisa, nos invitaba a jugar a las cartas y nos deslumbraba con sus trucos de magia.
Una tardecita, Agustín jugaba en el bebedero junto al molino. Agitaba sus manos para que me acercara. Respondiendo a su llamado, fui a su encuentro y me dijo:
-¡Nena, es la hora que pasa el tren de trocha angosta! Crucemos el campo, hasta el alambrado junto a la vía, para verlo pasar.

El sol, recostándose sobre el horizonte, había perdido su forma esférica para transformarse en una prolongada ola naranja con cresta dorada. Agustín se adelantó corriendo sobre la tierra arada. Inesperadamente frenó su carrera y esperó para gritarme:

-¡Está don Teodoro apoyado en el cerco! ¡Dale que lo alcanzamos!

Llegamos agitados, sin aliento. Nos apoyamos en el alambre junto a él sin decir palabra alguna. En instantes comenzó a sentirse el temblor que la locomotora y el largo tren daban a los rieles de acero.
Miramos pasar uno a uno los interminables vagones y, luego del paso de la casilla final, se perdió detrás del montecito de la escuela próxima a la estación del pueblo.
Don Teodoro, mirando el cielo, murmuró con voz quebrada:

-En la vida hay ocasiones que son como un tren… Hay que tener la sabiduría y el valor para subir y la intuición para saber en cuál estación se debe bajar.

Miró hacia el suelo y comenzó a caminar, y yo, desde mi altura de niña, pude ver sus ojos nublados. Me acerqué a Agustín, le di un tirón en la camisa y le dije:

-¡Nene! ¡Don Teodoro está llorando!

-¡No digas pavadas! ¡Los hombres no lloran! -me reprendió.

Unos días después, vimos a papá y a don Teodoro conversar largo rato en el corral junto al granero. Cuando eso ocurría, era porque nuestro amigo se iba. Siempre fue así. A la mañana siguiente, cuando nos levantamos, don Teodoro ya había partido. Sin decir adiós, como también acostumbraba.
Han pasado muchos años, pero aún recuerdo cuánta tristeza tuvimos aquel día. Por la tarde volvimos con Agustín a cruzar el campo para ver el tren, pero algo nos paralizó a medio andar. A lo lejos, ahí donde el sol se derramaba en color naranja, vimos la silueta de un hombre apoyada en el alambre. Ambos pensamos en don Teodoro, pero al acercarnos comprobamos que era papá. Agustín fue a su lado y pudo ver, en sus ojos fijos en la gramilla, una llovizna fina que trató de disimular.
Agustín volvió hacia mí con lágrimas en los ojos. Me asusté y pregunté:

-¿Estás llorando?

-¡No seas tonta, nena! ¡Los hombres no lloran! -me dijo, abrazándome
fuerte contra su pecho.

Don Teodoro nunca volvió y no supimos por qué. Pero todos sabíamos que papá, en su silencio, guardaba aquella respuesta. Seguramente hoy se encuentran juntos, conversando como les gustaba, trabajando la tierra y haciendo surcos.




Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
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Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.

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Mujer fantástica

 En aquel pequeño departamento de estudiantes no había mucho espacio, pero cada cosa que se debía acomodar, se ubicaba de alguna manera; y toda alma errante que buscaba apoyo, se contenía.
Siete de la mañana; con el mate recién preparadito, Sebastián intentó despertar a Rudi:

-¡Levantate, canalla! ¡Hace una hora que te espero para empezar
a leer un poco y ni siquiera intentaste un amague!

-¡No grités, que despacio voy... despacio voy! -respondió con esfuerzo y resignación Rudi.

-Acordate que mañana tenemos el parcial y nos falta una pila -intentó hacerle comprender mientras le alcanzaba el primer mate.

-Es que anoche no pude pegar un ojo, Seba, ¡fue una locura! ¡Esta mina del tercero me va a matar!

-¿No me digas que se te dio con Moni?

-¡Nada de eso, Sebita! -replicó Rudi mientras caminaban hacia el comedor-. ¡Si hubiera sido así, ahora estarías afuera esperando y el parcial que se vaya al carajo!... Lo que no me dejó dormir fue la fiestita que se dieron, como las de siempre, y esos gemidos de goce interminables, “aaahá, a, a, a, ahaaá”, y ¡qué sé yo cuánto, viste!... Se oye todo y me vuelvo loco.

-Rara esa mina, ¿no, Rudi?, un físico infartante, vive sola, nadie sabe qué hace, empilcha como una diosa y después de todo es buena vecina: nos ha prestado azúcar, yerba; es amable, saludadora...

¿Qué edad le das, che?

-Treinta y dos... por ahí.

-Sí, más o menos, unos diez más que nosotros. Vos, Rudi, que vivís acá, tenés que haber visto en alguna oportunidad quién la frecuenta, qué horarios maneja...

-Mirá, loquito, canto la posta. En un día normal para ella, sale a eso de las seis y media de la mañana. Cuando estoy levantado o despierto en la cama, escucho cuando cierra la puerta y empieza a bajar las escaleras taconeando. Los ratones juro que se me piantan, se abrazan entre ellos, cantan, juegan a la rayuela, ¿vos viste el cuerpito que tiene?, delira a cualquiera. Sumale a toda esta fantasía que es una mina macanuda, sencilla en el trato de vecina; y ¡encima cocina bárbaro!

-Si no me estás verseando, es la mujer perfecta -añadió sorprendido
Sebastián.

-Puede ser -respondió Rudi-, pero así como está... en su casita. El domingo pasado a eso de las once y media suena el timbre, era ella. Nos pidió un poquito de aceite de oliva.

-¡Me imagino que le dieron! -dijo entusiasmado Sebastián.

-¡No teníamos! Pero mientras yo la chamuyaba en la puerta para hacer tiempo, Enrique saltó por la ventana trasera a la cochera y fue a comprar al supermercado de la esquina. Subió por el mismo lugar y le dimos un poco en una taza para disimular. ¡Quedamos como reyes! Y como si eso fuera poco, al rato nos trajo dos porciones de fideos con estofado... ¡Espectacular!

-Sí, Rudi, pero eso del estofado le quita erotismo al asunto.

-¡Decís eso porque no la viste ese día! Hasta esa voz dulce que tiene... te hipnotiza. Cuando se fue la imaginábamos con Enrique, con delantal cortito con dibujitos de hortalizas y abajo ¡nada!

***
Sonó el portero eléctrico para darle un recreo para la fantasía. Era Enrique, que se sumaba para estudiar. Sebastián se anticipó y se aprestó a recibirlo.

-¡Rudi, arreglá ese mate que yo bajo a abrirle! -dijo, acomodando
los libros sobre la mesa.

***
Al salir del departamento hacia el pasillo quedó tieso, sorprendido. Moni venía subiendo la escalera, próxima al primer descanso. Desde arriba, Sebastián recorría lentamente la figura de la mujer. Primero comenzó por sus pechos turgentes, que parecían querer escapar por el escote de la camisa blanca; siguió por su cuello, dorado por el sol; y luego fijó la mirada en sus ojos verdes, que contrastaban con la cabellera negra recortada a la altura de los hombros.
-Hola, Negri, ¿cómo estás? -saludó Moni, disponiéndose a girar para subir la escalera hacia el tercer piso.

-Bien, bien… todo bien -sólo pudo responder Sebastián, inmerso en el placer de seguir recorriendo con su mirada, ahora desde abajo, el cuerpo de la mujer: sus pies pequeños, calzados en sandalias altas; las piernas largas, delgadas, doradas, fibrosas... y más arriba una minifalda negra muy corta que al andar trepaba por los glúteos, hasta que Moni, sincronizado el movimiento de sus manos, hacía que volviese a su lugar.

-¡Qué pasa, Seba! -gritó a modo de saludo Enrique.

-¡Ah!, ya subiste, te iba a abrir.

-Estaba abierto. Traje unas facturas.

-Bueno, me parece que vamos a seguir de recreo -murmuró como para sí mismo Sebastián-. Entremos, que Rudi está preparando el mate.
***
Desayuno de media mañana entre los tres; el tema de conversación siguió siendo Moni. Sebastián no terminaba de contar nunca su primer encuentro cercano con la hermosa y misteriosa dama; y ahora Enrique, que frecuentaba más el departamento de Rudi, hacía su aporte:

-Lo más raro, muchachos, es que aparece y desaparece como por arte de magia. Nunca la vimos acompañada, o que la traiga alguien en auto o algo así, ¿viste? El gordo del mercado contó que estudia ingeniería y trabaja en una oficina, pero bien no sabe.

- Entonces ¿cómo explican lo de las fiestitas que ustedes han escuchado? En esas ocasiones tienen que haber visto entrar o salir a alguien -cuestionó confuso Sebastián.

-Yo nunca -afirmó Rudi.

-Jamás -aseveró Enrique-, y ya hace un año que se mudó a este edificio.

Pensamiento o reflexión de por medio, Sebastián, sin hablar, quitó las migas de las facturas que habían quedado sobre la mesa, volvió a acomodar los libros a modo de invitación al estudio, y así, los tres se volcaron lentamente a la tarea que esa mañana los había convocado.
***
Después de un continuado de toda la tarde, esmerada tarea para aprobar el parcial, entrada la noche se dio lugar a la cena. Al rato, tres porciones de pizza quedaron como testigos de la ingesta, y luego, un té reconfortante.
***
El reloj marcaba las 23.30 cuando algunos ruidos, como de muebles que se corren, vinieron desde arriba.
-¡Ahí empezó! Hoy vos también sos testigo -le dijo Rudi a Sebastián-;
preparate, que empieza la función.

Todos, sin hablar, tratando de oír hasta el mínimo detalle, intentaban adivinar lo que en el departamento de Mónica ocurría. Sebastián, el más concentrado, oía fascinado el traqueté-traqueté-traqueté, acompañado de profundos gemidos orgásmicos. Una pequeña pausa, y otra vez los gemidos de placer, con otra música de fondo: tracán-tracán, tracán-tracán, minutos, largos minutos.

-Hacete unos mates, Enrique -pidió Rudi-, pero tipo tereré, frío, viste, a ver si me calma un poco. Yo me voy a acostar, así me levanto de madrugada a pegar una repasada a los temas. A las nueve tenemos que estar en la facultad.

Enrique siguió en la decisión a Rudi y, luego de compartir unos mates, se dirigieron a la habitación agotados y vencidos por el sueño. Sebastián, el que marcaba el orden dentro del grupo, luego
de lavar la vajilla, prefirió seguir leyendo.
***
Silencio y frío. Al mirar por la ventana ,ya se veía la primera claridad de la madrugada. Sebastián hizo un alto en su tarea, calentó agua para un té y pensó en gratificar su estómago con una de las porciones de pizza que habían quedado; las puso a calentar en una planchuela eléctrica.
Sentado en una silla, orientó su pensamiento al último episodio de Mónica, y no encontró forma de relacionar su aparente soledad con la experiencia vivida. El cansancio y relajación interior terminaron cuando el humo de la porción de pizza calcinada estaba a un metro del techo. Vuelto a la realidad, sacó la planchuela al balcón, corrió hacia la puerta del departamento y la abrió para disipar el humo.
***
Se sentó nuevamente en la silla y, mientras se fregaba los ojos, le pareció oír su nombre. Tragó saliva. Afinó su audición. Tras un momento tuvo la misma sensación.
No cabía duda. Era una voz de mujer que penetraba por la puerta abierta. Tomó un trago de té caliente, se levantó y a paso lento salió al pasillo, luego de encender la luz.
Esperó pocos minutos y volvió a oír su nombre. Subió la escalera cautelosamente, pero con decisión. Al llegar frente a la puerta de Mónica, observó que estaba entreabierta. Podía ver el inicio de una alfombra verde. Su respiración se agitó; tomó conciencia de su galope cardíaco. Se fundían en él fantasía, deseo y realidad.
***
Abrió bruscamente la puerta sin soltar el picaporte. Caminó luego hacia el dormitorio, de donde venía una brisa fresca por la ventana mal cerrada. Al llegar, sobre la cama, un cuerpo desnudo de mujer se dejaba adivinar por la transparencia de una fina sábana iluminada tenuemente por el resplandor que se filtraba desde afuera.
Acostada hacia abajo, abrazando la almohada, con la cabeza de costado y el cabello cubriendo su rostro, dormía Mónica. El lienzo blanco la cubría formando un todo, cual bloque de mármol destinado a una escultura. Sebastián se sentó en el borde de la cama y, con su mano derecha sobre la sábana, a la manera del cincel de un artesano, fue dando forma al bello cuerpo de mujer; primero a su cuello, después y despacio a un lado y a otro de la espalda; y bajó diseñando su cintura cóncava hacia arriba. Y fueron luego sus dos manos quienes moldearon más allá de la cintura.
Entonces Sebastián sintió el deseo de caer en el abismo de aquella hermosura, pero pudo en un instante comprender cuánto había en aquello de pasión y cuánto de locura. Inspiró profundo, tomó unos segundos, acarició el cabello de la dama y, buscando después su mano bajo la sábana, vio lo que había de realidad en aquella fantasía. Tal como en bloque de mármol en el cual a Mónica esculpía, frío, su cuerpo yacía inerte, lejano, sin vida.
***
Nunca supieron de dónde vino, jamás por qué se fue.




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El perro

Una vez soñé que era una mariposa. Volaba
de un lado para otro y me portaba en todo como una mariposa. Luego me desperté
y me encontré en mi lecho. Ahora no sé si soy un hombre que soñó que era una mariposa o si soy una mariposa que está soñando que es un hombre.
Chiang Tzu (hacia 360 – hacia 286 a.C)

Felipe no sabía si era coraje o vergüenza el sentimiento interior que le permitía soportar el agobio de seguir viviendo.
Sumergido en las sábanas revueltas de su cama, buscaba en un dormir sin límites, el manantial que apagara su tristeza, su corazón en llamas.
De pronto, un sobresalto de ensueño, una pesadilla, un despertar con pánico… lo impregnó de una sensación de extrañeza. No sabía qué le pasaba. Saltó de la cama, tocó con sus manos el hocico, sacudió la cabeza haciendo flamear sus orejas y al girar y mirar el espejo, comprendió aquella realidad asombrado. Era un perro.
Sorpresivamente corrió por su lomo una especie de electricidad, una comezón y, automáticamente, con sus patas traseras trató en vano de rascarse para que esa horrible sensación acabara.
Se abrió la puerta de entrada y sus hijos, Martín y Juan, con una sonrisa en los labios, exclamaron al unísono:

-¡Mami, mirá qué lindo perrito!

-¡Sáquenlo afuera! -ordenó la mamá-… Lo único que falta es un perro en esta casa -concluyó con ironía.

-Yo puedo bañarlo, vas a ver qué bonito queda si lo cuidamos -dijo Martín, esperando un cambio en la opinión de su madre.

-¡Basta! ¡Mirá cómo se rasca! ¡Seguro que tiene sarna! –contestó ella exaltada y, sin pérdida de tiempo, con un patadón, sacó al perro a la calle.
Felipe, inmerso en su tétrica e inexplicable situación, sólo pensaba en la manera de salir de ella. No sabía cómo expresarse, cómo hacer para que lo reconocieran.
Por una esquina vio pasar a Saúl, su amigo de años y ahora ex compañero de trabajo. Salió a su encuentro, movió su cola, trató de que se diera cuenta de que era él, pero sin resultado positivo.
Saúl lo miró y, agachándose para acariciarle la cabeza, le dijo:

-Yo te llevaría, pichicho, pero no está como para darle de comer a un perro en casa, y ahora voy a trabajar; tendrías que esperar en la puerta…
Saúl tomó el micro, y por la ventanilla siguió mirando con cariño e impotencia a ese perrito que había ganado su simpatía.
Con la velocidad que pasa un relámpago ante los ojos, de pronto Felipe dejó de ser un perro. Se encontró en aquella esquina vestido con sus zapatillas gastadas, sus pantalones mal planchados y aquella camisa que usaba para trabajar, antes de que lo despidieran.
Volvió corriendo a su casa, abrió la puerta y llegó hasta la cocina.
Juan y Martín salieron a abrazarlo. Marta, su mujer, con ira en el rostro, volvió a pasarle la cuenta de cada día. Lo miró fijo y sentenció:

-Si llegaste sin conseguir trabajo, te vas; estoy cansada de esta vida de perros que siempre tuve con vos.

Sin mediar palabra alguna, Felipe salió de la casa; caminó largas horas por las calles.
Saúl, que regresaba del trabajo, con disimulada indiferencia, entró en un almacén para evitar el encuentro.
Felipe se paró frente a una resplandeciente vidriera, se miró en aquel reflejo y no pudo darse cuenta de si era un hombre o era un perro.




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Carta para Juan

                                Chivilcoy, 01 de octubre de 2011  
  
Juan, mi querido amigo:

Imagino tu preocupación por cómo estamos por estos pagos. El tiempo y las cosas pasan. Valoramos y medimos la vida por los hechos que en ella transcurren. Pero en esencia, lo que mueve y da lugar a los argumentos de la existencia, proviene de las mismas vertientes y muere en el mismo mar. Siempre bajo el mismo cielo transcurrieron la noche y el día, lo bueno y lo malo, la cordura y el desquicio. Pero hay una fibra innata que sustenta a la buena gente, que trasciende a sus modismos y se expresa en su conducta honrada.
Añoro los churrasquitos que asábamos entre amigos, con las brasas en el horno de tu padre, amasando la ilusión de independencia adolescente y de ser nosotros mismos con aquella travesura que fue nuestro primer trabajo. Después de haber cortado miles de ladrillos y puestos a secar al sol, ninguno de los horneros sentía cansancio en las manos, si la circunstancia invitaba a guitarrear. Porque eran esas mismas manos nuestro fusil, con el que defendimos y sostuvimos esta patria que es hoy. Patria por la que se enfrentaron militares y montoneros; políticos de izquierda, de derecha y de centro; demócratas buenos, regulares y malos. Pero mientras ellos se repartían fuegos artificiales, palabras y más palabras -que hoy algunos dicen son propiedad de intelectuales-, nuestra auténtica rebelión y felicidad era el trabajo. Las asperezas en nuestras palmas no impidieron ir a la escuela y aprender a escribir, leer, y caminar con respeto por los caminos de la vida. Con esas herramientas le hicimos frente a todo.
Nosotros no nos pudimos ir para después volver. Pero pusimos la espalda para llevar la cruz a nuestra manera, haciendo el aguante a tanta perversidad. Porque estos caminos que hoy asfaltan, los hicimos nosotros andando a caballo y caminando en patas y alpargatas. Y así, en la más penosa dictadura; el verdulero, el albañil, el pintor, el ama de casa, el maestro, la modista del barrio, el almacenero de la esquina y nosotros en nuestro poder hacer en tanto pueblo del interior; mantuvimos el barco a flote. Nos bancamos a los que desde la cubierta superior nos mandaban a dormir y subsistir en la bodega. Y hoy, que por hablar por boca de ganso nadie pierde ni una pestaña, dicen que nosotros fuimos pasivos y complacientes… hasta los que regresaron en los mismos botes con los que se fueron (algunos obligados por el opresor -es cierto-, otros por elección y por traidores). Y siguen ahí unos y otros, peleándose junto al timón queriendo marcar rumbo. Pero nosotros seguimos durmiendo en la bodega y sin saber qué lugar habrá para nuestros hijos y nietos.
La locura transita en los pensamientos y sentimientos de los que alcanzaron, por variables en general impredecibles, espacios importantes de poder. Viviendo de apariencias y cumplimientos protocolares, que dejan ver lo que la sociedad espera de los animadores políticos, se obsesionan con actos y discursos rituales diciendo lo que sus futuros dominados quieren escuchar. Y el autoengaño es recíproco. La maquinaria del artificio lleva al encumbrado a creer que él mismo es lo que desea ser, el único camino que pasa por esa realidad virtual donde la verdad sólo está en sus manos. En el convencimiento de ser ellos la alternativa indispensable e inigualable que tiene la sociedad -aunque a veces nace en la búsqueda de consensos utilizados como máscaras- germinan en ese sustrato ideas fundamentalistas y autoritarias.
Las formas de conseguir superpoderes y mayorías absolutas en democracias inmaduras, desvelan a mandatarios obsesionados por construir el estado ideal que anida en su imaginario, sustentando sus fantasías con su propia perpetuación, la idea única, el bronce y la película que algún cineasta partidario hará sobre sus vidas. Y los que miran desde abajo, en distintos estratos sociales, con diferentes aspiraciones de acuerdo a la naturaleza y cultura que los identifica, buscan pertenencia en adhesiones reales y simbólicas escalonadas en referentes sociales que se expresan en variados personajes que, aunque sabiéndose subordinados y dominados, comprenden que forman parte del sistema ideológico vigente que les permite a su vez generar su propio espacio y dominar a más débiles.
Lo paradójico de este ensamble es que la clase política dominante aparenta convivir con pautas morales y humanitarias que los hechos reales desconocen, como el genocidio que a mediano y largo plazo producen la falta de trabajo real, la desigualdad de oportunidades para todos, la desnutrición infantil y el acceso a una educación que forme ciudadanos con capacidad de crear y reformular ideas para poder participar, elegir y ser elegidos, y no sólo ser obsecuentes y sumisos con el pensamiento predominante impuesto.
Esta situación pone a las distintas clases sociales en sitios estancados, inmóviles, donde los que alcanzaron niveles superiores se muestran como protectores de los humildes, de los que están fuera del sistema, no incluidos, desposeídos, marginados. Pero desde hace varias décadas los carenciados siguen estando en el mismo sitio.
La verdadera inclusión es la sustentada por el trabajo real, que permite al humilde dejar de serlo, permitiéndole la traslación ascendente de su condición social. Sólo una estrategia política que lleve a esto permitirá la igualdad y una verdadera distribución de la riqueza, que pasa fundamentalmente por una actitud no egoísta.
Los humildes no necesitan ni abanderados, ni padrinos, ni protectores, sólo necesitan dejar de serlo. Enfrentar la vida de igual a igual con sus pares con las mismas posibilidades dentro de las circunstancias que presenta la vida. Pero el desorden social crónico traspasó distintos gobiernos, ideas y métodos que tuvieron en común la búsqueda de la sumisión, por diferentes formas, para sostenerse en el poder, para justificar continuidad sostenida en el tiempo.
Esto generó en los excluidos la actitud de asumirse como sector humilde, de sentirse necesitados de protección, de contar con padrinos políticos bondadosos que los auxiliasen en sus necesidades mínimas indispensables. Pero perdieron el instinto de la rebelión, la ansiedad que genera la necesidad de progreso propio y la de sus hijos.
Si una ayuda económica a través de un plan social, la comunicación por Internet y telefonía celular o el traslado por las calles en un ciclomotor, no garantizan el ascenso socioeconómico, educativo y cultural de los sectores llamados humildes; es como perpetuar una mascota atada a un poste al que le damos un alimento mejor, pero que sigue privada de su libertad. Es posible que el cautiverio sostenido condicione su visión del mundo, y aún quitándole la cuerda que lo margina, la anulación del instinto de supervivencia lo haga volver a la casa de su amo por comida. Así, no todas las personas que viven en condiciones precarias de vivienda
y villas marginales, pretenden modificar su situación. Hasta los barrios con casas concedidas terminan transformándose en zonas superpobladas, subalquiladas y de riesgo, que deterioran la calidad de vida y el fin de progreso con que se realizaron. Las prioridades pasan, según su visión, por otras variables sujetas a pautas culturales, condicionadas por la opresión enmascarada de los sistemas de gobierno.
Así, los humildes hace muchos años que están en el mismo lugar. Y los sectores de poder necesitan a su vez de ellos, porque son la masa incondicional que los vota independientemente de la ideología, de las personas y de las formas, si en dicho contexto se encuentra el aparato y sistema que garantiza protección. Las aspiraciones de realización y vocación de participación ya fueron
estrechadas en muchos, cuando en los primeros años de vida la porción de comida fue insuficiente, y siendo adultos, promesa tras promesa, son llevados por quienes los dominan a la plaza, para escuchar los gritos de glorificación de sus bocas desdentadas que envanecen a los locos del poder.
Y los perturbados de la cumbre enfrentan a sus pares, con distintas máscaras se imaginan a sí mismos como salvadores del pueblo, en medio de la opulencia en que viven. Se acusan de autoritarios y mentirosos unos a otros y enarbolan ideologías diversas, pero en esencia, la vanidad que los alimenta y la actitud totalitaria es la misma.
Mientras tanto, alienados por su terrible condición, generación tras generación, los humildes, sin posibilidad de escape y sujetos a la sumisión, que el sistema con algunos de sus antifaces le impone, deliran en el sentimiento de pertenencia que el padrino de turno les da. Y esa locura es su felicidad, hasta que uno de ellos alucine con la verdad y de lugar a la rebelión que les quite la soga del cuello. Mientras tanto, los poderosos siguen llenando plazas y a veces discutiendo entre ellos; autoproclamándose amigos del pueblo y los trabajadores. Los humildes y desposeídos siguen desde hace muchos años ocupando el mismo espacio.
La verdadera revolución es aquella que nace espontáneamente.
La que crece dentro del corazón de la gente y explota en latidos de libertad y justicia. La que nadie supone ni se conoce el momento preciso en que se dará. Como erupción volcánica o tsunami, de la unión de infinitas moléculas y fuerzas naturales, la voluntad de un pueblo canaliza su energía y se expande arrasando contra todo sentimiento de opresión, de mentiras, dobles discursos,
y promesas incumplidas. La verdadera revolución no viene de poderosos que prometen para eternizarse en el poder y, con la falacia de autoproclamarse protectores de los humildes, lograron enriquecerse infamemente y vivir como reyes.
Los carenciados, desposeídos, descamisados, indigentes o excluidos, siempre están en el mismo lugar desde hace más de cincuenta años. Sus villas crecen igual que sus necesidades. Miserias y penurias cambian de matiz según el tiempo, épocas y costumbres. Pero siempre están allí. En el mismo lugar. El que les marcó el destino y obligó a aceptar el vil opresor. Disfrazado de todas las maneras y formas de gobernar, el perfil totalitario, en mayor o menor grado, siempre aparece.
Los necesitados siguen en el mismo sitio. Esperando generación tras generación, casi por inercia, a los de las grandes promesas incumplidas, pero que algo dan. Facilitan la subsistencia y perseverancia dentro de la misma miseria. Igual a la que tuvieron sus abuelos y sus padres, y la que soportarán sus hijos.
Las campañas rezan y repiten: “Se trabaja propiciando la interrelación, innovación y creatividad, como también fomentando la igualdad de oportunidades para que niños y jóvenes estén preparados para ser los verdaderos protagonistas de una nueva sociedad”. Y esta sociedad prometida es humo que disipa el viento desde siempre.
El recuerdo posible sólo conoce una carencia principal, la del conocimiento y la educación, acentuada por el hambre, la droga y la desintegración familiar. La garantía de desarrollo intelectual se sustenta en una buena alimentación a temprana edad; y la de un plato de comida diario, en el trabajo y su justa remuneración.
Pasaron ya muchos años, pero la miseria o, la llamada ahora condición de excluidos sociales, es la misma en todas sus variantes: con o sin radio; con o sin televisor; con o sin computadora; con tierra, ripio o asfalto; escribiendo cartas y pegando estampillas o con telefonía celular.
El acceso al conocimiento e igualdad de oportunidades es la llave para poder elegir. Y desde esa capacidad de optar surgirá la verdadera rebelión. La revolución desde el seno de las villas, de las comunidades indígenas, de los inmigrantes y de los trabajadores con libertad para expresarse según sus convicciones. Dicen que los vientos progresistas de los últimos años cambiarán el rumbo. Pero todavía los excluidos permanecen en el mismo lugar, con distintas particularidades, pero en el mismo sitio.
Hace poco estuve en la capital. Volví asombrado al ver todavía tanta gente durmiendo en la calle, incluso frente al obelisco. Y los cartoneros, desde los abuelos hasta los niños, buscando su mejor ocasión en revueltos de basura:

Pequeña criatura de humana figura,
guardas en tu bolsa la sensación,
recogiendo chispas que imitan ternura,
aspirando vapores que dan ilusión.
Te hostiga el día y la indiferencia,
y escapas en sueños buscando calor
esquivando el hambre, el viento y el frío,
envuelto entre mantas de trapos y cartón.
Protege la noche desierta de odios,
el desamparo de tu corazón niño
y recoges el pan que ha dejado olvidado,
insensible en la calle el mundo mezquino.
Fue tu madre una vida injusta,
y tu padre una duda sin responder,
tu patria es la historia de una mentira,
y la muerte segura tu atardecer.
La rebelión es tu grito sagrado
y confundes con sangre tu soledad,
mezclando verdades, amores y odios,
con el silencio de la sociedad
.
Solo el paso de los años responderá tantos interrogantes, y dará por cumplidas, o no, las promesas que durante tantos años hicieron distintos gobernantes. Mientras tanto, ellos, los humildes, esperan con resignación proyectando su futuro en castillos de cartón.
Esperando tu pronta visita, te envío un fuerte abrazo y mis mejores afectos para tu familia. Hasta pronto.
                                                             Daniel




Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN:
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.
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Maldito albañil



No había necesidad de remodelar la toilette del primer piso. Pero mi anciana tía Rosita encontraba motivaciones y proyectos para su vida haciendo arreglos uno tras otro. Convivir con ella era tranquilo, pero debía adaptarme a sus gustos; la casa no era mía.
Llegué una tarde, y un tal José Cabañas acababa de cerrar trato con tía para el trabajo de albañilería. No me cayó bien a primera vista. Nos cruzamos en el pasillo de entrada y, sin saludo de por medio, siguió conversando con Rosita, ignorándome por completo.
Dejé mi saco en el perchero y esperé ansioso que tía regresara del living para preguntarle detalles.

-¿Este tipo es el albañil?

-Sí, lo recomendó don Antonio, el almacenero de la esquina.

-¿Le preguntaste bien cómo trabaja?

-Don Antonio no me va a mandar a ningún improvisado, nos conocemos hace años.

-Es cierto -contesté-, pero vale tener en cuenta que hoy con la desocupación que hay, cualquiera para quitarse el hambre agarra una cuchara y un martillo y se presenta como maestro mayor de obras.

-¡No seas desconfiado! -exclamo tía y, pasándome la mano sobre la espalda, intentó darme confianza.

Me senté en una silla mirando el piso. Mi actitud pensativa y desconfiada hizo que Rosita, con una sonrisa inicial, continuara explicándome:

-Te gustará cuando termine. Ya tengo comprados los materiales y los cerámicos nuevos. Me dijo que en quince días termina todo.

-¿Y la mano de obra qué costo tiene? -pregunté ansioso.

-A mi edad el dinero tiene un sentido diferente, sobrino. Quiero darme los gustos que puedo. Me pasó un presupuesto de cuatro mil pesos y creo que podré pagarlos sin problemas.

No pude soportar aquello. Comencé a indisponerme. Un calor horrible subió por mi cara y mis orejas las sentía como entre llamas. El estómago se me contraía y me esforzaba para que las horribles náuseas no se convirtieran en apestosos vómitos. ¡En quince días aquel operario, calificado por el almacenero de la esquina, ganaría lo que yo consigo en dos meses como administrador de empresas! Allí comenzó mi odisea.
Día a día, la casa entera pasó por terremotos, maremotos y tsunamis. Sin tener en cuenta el placard con mi ropa, mis libros y documentos, el equipo de música ni la computadora, el polvo y salpicaduras de cal llegaron hasta el último rincón sin que aquel hombrecito constructor tuviera el mínimo registro de aquel daño.
Tenía que hacer algo. Un día esperé que llegara y preparara aquella pasta maldita de cemento y arena. Subió con dos baldes por la escalera hasta el primer piso y, cuando menos lo esperaba, con un empujón suave pero preciso, lo hice estrellar contra el piso sobre el plastrón de material. Después de corcovear como rana en un sartén un rato, dejó de moverse ahogado cabeza abajo.
El cemento, al fin, no es más que una forma de polvo, y si del polvo venimos, al polvo vamos.



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Barco hundido

 La promesa de llevar de vacaciones a mi sobrino Felipe comenzó a cumplirse casi llegando a la fecha del Bicentenario argentino.
La elección de las playas del Tuyú llevaba en mí la intención de dar color a antiguas postales que -en el álbum de mi memoria- la bruma de mi mar interior hacía ya borrosas.
Descansaban aquellas imágenes desde fines de la década del sesenta, cuando mi padre nos trajo a esta costa por entonces desierta. Recorríamos pueblito por pueblito desde San Clemente hasta San Bernardo, mitad por precarios caminos de arena mejorados con conchilla, mitad por la playa, cuando la marea estaba baja. Poco a poco los recuerdos se agolparon en la puerta de mi conciencia y, uno a uno, fueron dando un paso al frente: la pesca desde la orilla, la búsqueda de almejas en la playa, el caminito hasta el cementerio de caracoles, las expediciones nocturnas entre los médanos con linternas y faroles, las caminatas hasta el barco hundido, las reuniones con vecinos para jugar a la lotería los días de lluvia y los viajes semanales para comprar provisiones -que esperaba con ansiedad para comprar revistas de historietas en el único kiosco de la zona-.
El salón de recepción del hotel, esférico y con cristales al mar, no era propicio para que Felipe pudiera imaginar mis relatos, por lo que decidí hacer una tregua y escuchar el ruido de las olas que mirábamos desde lejos.
La instalación de las termas marinas hizo del lugar un centro de referencia para personas de la tercera edad, que llegaban en alegres contingentes en los que desbordaban las bromas, risas y actitudes de renovada vitalidad que muchos de los que observábamos, con menos carga en años, envidiábamos sanamente.
Levantarse alrededor de las nueve de la mañana sólo tenía como argumento anticiparse a nuestros gerontes compañeros de hotel -en su arrasador pasaje como pirañas sobre el desayuno americano- para intentar rescatar las últimas medialunas saladas y porciones de jamón y queso para acompañar el café con leche.
Mirando hacia la playa por el ventanal, Felipe, mientras masticaba, acomodó la lengua en un mínimo espacio de la boca para poder hablar:

-¡Mirá aquellas viejas que vienen con bolsas cargadas de caracoles, tío! ¡Son increíbles! Se levantan a las cinco de la mañana con el frío que hace, toman mate y salen a caminar por la playa. Ahora vamos nosotros y ya levantaron todos los caracolitos que trajo el mar. ¡Además llegan con apetito descomunal y se lastran todo! -exclamó.

-No es para tanto, siempre algo queda -traté de alentarlo.

-¿Te parece? Yo creo que en esto, como en la vida, el que pasa primero gana. Es como haber nacido en este tiempo. Todo es más complicado porque casi todo se inventó. ¡No es como en la época de la lamparita y el pararrayos! ¿Qué me decís, tío?

-Es cierto que todo es más complejo, pero siempre hay algo para descubrir… y seguramente muchas cosas no conocemos todavía.
Felipe quedó pensativo con mi respuesta y, levantándose de la silla, tomó nuestros bolsos y me invitó con un guiño a salir rumbo a la playa.
***
Después de varias horas de caminar, el sol comenzó a incomodar nuestra piel reseca. Los dedos de las manos, estirados por el peso de las bolsas repletas de caracoles, y la sed intensa, aceleraron nuestra vuelta.

-Parece que esta experiencia responde tu pregunta -comenté a Felipe-. A la vista de quienes pasaron antes que nosotros escaparon caracoles por recoger y, el mar, entre el ir y venir de uno y otro, acercó más variedades. Siempre el ojo de una persona percibe distinto al de otra, y parte del mundo que en un momento toca recorrer y transcurrir, ocupa su pequeña mancha ciega. Ahí está la oportunidad del que viene atrás, y la novedad en ese instante preciso que el universo le presenta.
Felipe me miró y, meneando la cabeza, exclamó: -¡Qué vamos a hacer, Dios mío!
Por la tarde, tratamos de recoger información en el pueblo para la pesca. Teníamos el dato de un viejo lugareño que tejía redes para pescar desde la playa. Encontramos el lugar. Un montecito de coníferas rodeaba la casa, y en el patio anterior a la puerta de entrada, anclas, mástiles y restos de viejas embarcaciones desparramadas al azar, le daban el aspecto de lúgubre museo.
El anciano, mirándonos a través de una ventana, hacía gestos con sus manos invitándonos a ingresar. Luego de presentarnos y saludar, nos mostró la variedad de redes que tejía con sus manos, enhebrando punto por punto e hilo tras hilo. Cabezas embalsamadas de pescados enormes, con la boca abierta y los ojos fijos, eran el testimonio de las habilidades del viejo pescador.
Deslumbrado por la charla y la experiencia del hombre en el lugar, Felipe preguntó dónde ubicar los restos del barco hundido. El viejo respiró profundo y, entrecerrando los ojos a modo de fortalecer su memoria, sin dejar de tejer, dio espacio a su respuesta:

-El Her Royal Highness varó en un banco de arena al sur de San Clemente del Tuyú el 14 de marzo de 1883. Hasta los años setenta, el mástil delataba su presencia y, con la marea baja, sus cuadernas asoman aún hoy a unos trescientos metros de la costa. Varias historias de crímenes, tormentas y contrabando se han relacionado con el naufragio, pero yo sólo puedo atestiguar lo que mis ojos han podido ver y mis oídos escuchar.
Un corto silencio y una espera cargada de incertidumbre provocaron
más tensión e interés en nosotros. Mirábamos inmóviles cómo el viejo cargaba con tabaco su pipa, la encendía y, después de jugar con el humo dejándolo escapar por la comisura derecha de su boca, volvía a inhalar profundo para seguir hablando.


-En las noches del mes de marzo, con espesa bruma, se escuchan en la zona del naufragio los gritos de auxilio de la tripulación y, luchando con las olas, entre el velo revuelto de las tinieblas y el viento, navega agitado el barco fantasma. Lo he visto sólo una vez en mis tantos años, y desde entonces, nunca más he caminado por ahí cerca de esa fecha. Pude, quién sabe por qué, escapar al hechizo de esta aparición. Pero cuentan que muchos, obnubilados por los pedidos de socorro, son hipnotizados por las olas y, al acercarse, son tragados por el mar.
Concluyó su relato en el mismo instante que terminaba el paquete que envolvía la red que íbamos a llevar. Lo tomamos y nos despedimos del viejo estrechándole las manos. Regresamos al hotel sin hablar y, escuchando el bramido de las olas, apuramos el paso, para llegar antes que la noche y la niebla cubriesen los médanos del lugar.
Quedó pendiente el paseo nocturno por la playa donde reposaba el barco hundido, bañado por el misterio del relato nacido entre verdades y mentiras, imaginación y sugestión.





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Tío Cosme

 Mi madre decía que Dios y los Reyes Magos estaban en todas partes. Nos espiaban algunos días antes del 6 de enero para vigilar nuestro comportamiento y decidir, de acuerdo a eso, qué obsequio merecíamos recibir. Yo pensaba que ellos podían venir transformados en mariposas, moscas o algunos de esos bichitos molestos que aparecen en verano.
Pero lo que más me sugestionaba era un picaflor que aparecía cada tardecita en el patio, sobre una planta de rosas chinas. Permanecía como paralizado y suspendido en el aire.
Cuando tío Cosme se fue al cielo pensaba que él podía cuidarme y protegerme regresando convertido de la misma manera…
Tío Cosme era especial y diferente para nosotros. Las Nochebuenas y Navidades que compartimos con él, también tenían su sello particular. Sentado en el extremo de la mesa, junto a la puerta que abría hacia el patio -como un general a su tropa- repasaba con su vista a cada uno de los comensales. Después de un breve silencio, con la frase “¡Sírvanse que se enfría!”, autorizaba nuestro ataque a la fuente con trozos de pollo asado, en la búsqueda desenfrenada de los pocos muslos que todos queríamos comer. A la hora de los postres (luego de la ensalada de frutas), la batalla entre los más pequeños se desataba por la disputa de un martillito plateado, que usábamos para romper nueces y castañas.
Los sábados por la tarde, cuando junto a mis primos lo visitábamos, se sentaba en la cabecera de la mesa y nos hacía volar con sus historias fantásticas que traían a nuestro presente los recuerdos de su infancia en Italia.
La mímica de su rostro y el tono de su voz acompañaban cada emoción del relato, y sus manos temblorosas cortaban papel con una antigua tijerita negra dando forma a figuras articuladas que iba repartiendo a cada uno de nosotros.
Cuando nuestra máxima curiosidad esperaba el desenlace del relato, con su anillo grueso de oro, golpeaba la copa de vino apoyada sobre la mesa y hacía congelar nuestra piel.
Aquella tijerita negra era mágica. Con ella abría las cartas que enviaban sus hermanos, algunos desde Europa y otros esparcidos por América.
Así, muchas veces, luego del grito del cartero, tío Cosme recogía sus cartas y alguno de nosotros corría hasta el cajón de su escritorio para alcanzarle aquella tijera que abría la puerta a mágicas historias.
Nos leía aquellos renglones en su lengua, mitad dialecto italiano y mitad castellano, disfrazando muchas tristezas con un chascarrillo, una sonrisa y un “no pasa nada… lloro de alegría”…
Pero llegó el día en que la vida tuvo demasiado peso para los hombros de tío. Sus piernas cansadas del camino cuesta arriba, sus manos temblorosas ya sin fuerzas, y su espíritu aplacado por el tiempo, dieron lugar a sus deseos de partir.
Tío Cosme llamó a Irene, su esposa y compañera de siempre, le pidió su traje gris y su corbata preferida, se vistió lentamente y, luego de dormitar unos minutos en su sillón, hizo de este sueño su último embarque, navegando entre nubes hasta su cielo.
Guardo de tío Cosme todo aquel sentimiento, y aquella tijerita negra, con la que todavía recorto figuras de papel que me acompañan en mis noches de soledad.


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Hormigas

 Roberto salió del viejo edificio donde vivía. Abrió su paraguas para evitar la llovizna que el cielo gris dejaba caer desde la noche. Su mirada perdida y su rostro carente de expresión, hicieron que al cruzarse con uno de sus vecinos, éste pasara indiferente… sin saludarlo, como todos los días.
Llegó a su trabajo y al abrir la puerta recibió la bienvenida de Horacio:

-¡Hola, Robi! ¿Cómo estás? Llegué temprano porque me acercó mi esposa en el auto… por la lluvia.

-Comenzaste mejor el día que yo -contestó Roberto-; tuve en el camino la maldición de pisar dos baldosas flojas... y eso me enfurece.
Siento que esa odiosa agua sucia me invade, se mete en mis zapatos... me salpicó hasta las rodillas.

-Bueno, no es para tanto, date prisa que quiero mostrarte algo -dijo Horacio. Se dirigió a la oficina del jefe y, abriendo la puerta, invitó a su compañero a pasar al recinto.

Roberto tuvo la sensación de caminar en el aire al pisar la frondosa alfombra verde; recorrió con su mirada los muebles de roble, los cuadros que colgaban en las paredes, pintadas en perfecta combinación de colores, y sintió en su piel la temperatura apropiada que la calefacción encendida daba al ambiente. Al salir de su asombro preguntó:

-¿Cuándo hicieron todo esto?
-El último fin de semana. Es una empresa que se dedica exclusivamente a la decoración y hace todo en el tiempo justo que pide el cliente -explicó Horacio.

***

Caminando lentamente, Roberto fue hacia su cuarto de trabajo, lindero a la oficina principal. Encendió una estufa eléctrica y, luego de sentarse en su silla de plástico, comenzó a observar los dibujos que la humedad dibujaba en la pared cada día. Su conciencia le advirtió que el material aislante de la oficina refaccionada daría mayor vida a las horrendas figuras que lo observaban desde siempre.
Él sabía que sería así. Aquellos rostros se agigantaban con el paso del tiempo; algunos tenían un solo ojo, pero comprendía que era suficiente para controlar cada uno de sus movimientos. Las figuras desprendían un olor a rancio que penetraba en los viejos libros y archivos, en las estanterías que llegaban hasta el techo.
El miedo lo invadió cuando pensó que aquellos libros cerrados, dormidos como almas inertes, tomarían otra vez vida con aquel flujo hediondo… y también podrían observarlo.
“¿Cuáles ojos serán los de mi jefe?”, se preguntaba una y otra vez. Y las risas que venían de al lado lo atormentaban cada día más.

***
Una mañana, Roberto olvidó sobre su escritorio un pocillo con restos de café azucarado. Al regresar por la tarde, un ejército de hormigas desfilaba sobre aquél. Se detuvo, las miró detenidamente y siguió su recorrido hasta llegar a un pequeño orificio en el zócalo de la pared: el lugar de donde salían. Comprendió que estaba en lo cierto; venían de la oficina del jefe. Todavía solo en el lugar, se dirigió a la misma, se quitó los zapatos y caminó sobre la alfombra hasta el ventanal que daba a la avenida. Miró hacia abajo y murmuró entre dientes para sí mismo: “Toda esa gente ahí abajo, vive y piensa como hormigas, caminan como hormigas, se esquivan como hormigas. Todas responden y vienen de algún hormiguero... todos somos hormigas…”

Un tiempo después, Roberto llegó distinto a su trabajo, con mejor humor. Saludó a Horacio y, convidándolo con un caramelo de menta, dio inicio a la conversación:

-¡Hoy sí que es un espléndido día! ¡Un sol radiante y una temperatura agradable para venir caminando!

-¡Por fin te veo un poco mejor! ¿Qué traés en ese paquete? -le preguntó Horacio.

-Pasé a comprar algunas cosas que necesito. A mediodía tengo menos tiempo y aproveché para hacerlo ahora -explicó Roberto, mientras se disponía a calentar un poco de café.

Volvió con tres pocillos servidos sobre una bandeja. Llevó el primero a su jefe y cerró la puerta al salir. Sirvió el segundo pocillo a Horacio y sentándose en una silla, tomó el primer sorbo del suyo.

-¡Muy bueno! ¡Está a punto! -aprobó Horacio.

-Tan a punto que marca el inicio de nuestra felicidad -respondió Roberto, imprimiendo una sonrisa a su imagen tísica.

Sobre una vieja silla se apoyaba el paquete que había traído. Tomándolo con ambas manos, a modo de trofeo, lo colocó sobre el escritorio para que Horacio pudiera ver el envase de café y el frasco con veneno para hormigas, símbolo de la libertad que siempre había deseado.





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Pelota a la tribuna


 Rolando Sotera era como un maestro para los pibes del barrio. A veces fue más que un padre para muchos niños, esparcidos como hojas que viajan sin rumbo junto a un viento huracanado.
Llegado del laburo, Sofía, su esposa, lo esperaba con la bandeja de plata que fuera de su madre, donde descansaban el mate, la yerbera y la pavita de aluminio que el Rolo prefería.
Sentado en el banco de piedra de la vereda, cebada tras cebada, esperaba que los muchachitos de la cuadra poco a poco llegaran en silencio; sentados en el piso, se aprestaban a escuchar las charlas de Rolo, que divagaban entre la filosofía de la vida y la formación del equipo de fútbol juvenil que él dirigía.
La técnica en los equipos de Rolo afloraba por naturaleza, sembrada en sus jugadores en cada una de sus prédicas deportivas. La estética a la hora de ganar, valía la misma cantidad de monedas, tanto para tirar un caño como para trabar la pelota hasta crujir los huesos. Y así era él en sus cosas de todos los días, frontal, sincero; blanco cuando era blanco y negro cuando era negro.
La vida le dio cuatro hijos, las tres primeras mujeres y, cuando parecía que todo estaba hecho, en el atardecer de la fertilidad de Sofía, llegó Carlitos, su hijo menor, el varón esperado.
Una tarde de otoño, pensativo, acariciándose el mentón con la mano izquierda y olvidando el cigarrillo que se iba en humo en la otra mano, Rolo reflejaba una tristeza y preocupación para cualquiera que lo observara, sentado en un banco de la plaza. Lo distrajo un silbido de Salinas, amigo del club de barrio, que se acercaba para conversar:

-¡Qué tal, Rolo! ¿Vamos para el club?

-Sí, iba en camino pero me senté un rato para pensar… a veces me hace falta…

-¿Algún problema serio?

-Más que un problema es una duda… pero que no sé cómo resolver…

-Si puedo ayudarte sabés que soy tu amigo… -se brindó Salinas palmeándole la espalda.

-Es difícil, no lo hablé con nadie… ni con Sofía…

Viendo que la situación era peliaguda, Salinas se sentó junto a Rolo y, con ánimo solidario pero en tono de orden, le dijo:

-¡Desembuchá!

-Es Carlitos… mi hijo. Ya cumplió dieciséis. Le he comprado camisetas de todos los clubes, pelotas de todos los colores… y los botines… ¡Me empeñé para comprarle los mejores y descansan en el ropero!… Ni los tocó.

-Quizás el fútbol no le gusta, no es para tanto… ¿Hablaste con él?

-No me animo. Hay actitudes en él que me descolocan. Tiene más amigas que amigos, habla de moda con las hermanas, y lo peor: ¡lo pesqué pintándose las uñas anoche!

-¡¿Y qué le dijiste?!

-Seguí de largo y me fui a dormir. Pasa que tengo terror de que su respuesta sea lo que presiento…

Salinas sabía la respuesta. No era difícil adivinarla. Además, la duda que angustiaba a Rolo ya había sido desentrañada en el barrio hace algunos años, cuando Carlitos despertaba a la pubertad.

-Parece ayer cuando nació -recordó en voz alta Rolo-, el mismo día que Boca le metió cinco pepinos a River e hizo cuatro García Cambón que debutaba. En honor a él le puse su nombre, Carlos María… ¡Es cosa de mandinga!

-“En casa de herrero, cuchillo de palo” -reflexionó Salinas.

-Tenés que hacerme un favor -pidió Rolo a su amigo-, citalo vos a la canchita del club y le tomás una prueba. El fútbol es como la vida, nosotros lo sabemos. Vos lo vas a ver con ojos neutrales para dar un veredicto… y después me cantas la justa.

Salinas asintió con la cabeza, le dio un abrazo y se fue pensando en la misión a cumplir.
***

El encuentro fue pactado a las nueve de la mañana; todavía estaba mojado el césped con rocío. Carlitos entró a la cancha vestido con atuendo de Boca Juniors. Los pantaloncitos, amarillos por delante y azules por detrás, mostraban un retoque de costurera que los ceñía y acortaba un poco.
Salinas tomó la pelota, la pateó hacia adelante al ras del piso y le gritó a Carlitos:

-¡Picá y pegale al arco!

Haciendo un esfuerzo y corriendo a los saltitos, desgarbado y desarticulado, el pibe tropezó y cayó de cara contra el piso. Se tomó el rostro con las manos y respiró profundo para evitar llorar.
Salinas se acercó, lo ayudó a levantarse y, tomándolo fuerte del brazo izquierdo le aconsejó:

-Esto no es para vos, pibe. Luchá por lo que te gusta y por ser vos mismo, por tu identidad y tus sentimientos. Acá todos te queremos, te respetamos y, por sobre todas las cosas, tu padre te ama y te espera para darte un abrazo.

***
Desde aquel día, el adolescente archivó su primer nombre para quedarse con María. Salinas se encontró con su amigo y, en el idioma que él entendería, le dijo sin vueltas:

-Rolo, tu hijo es un gran pibe. Pero acordate, cuántas veces para ser felices y quedarnos con el triunfo, en vez de jugar la pelota corta… la tiramos a la tribuna.



Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN:
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.
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Carnaval



En aquellos últimos días de febrero del 2006 terminaban mis vacaciones de verano. Al regresar a casa por lugares que hacía tiempo no caminaba, confundían a mi memoria las ahora gastadas y descoloridas baldosas de veredas que hace tiempo había visto nacer.
Sin estar invitado a la fiesta de carnaval, al toque final de batucada se hizo presente el viento arremolinado. Torbellino con polvillo y humo blanco de puestos de choripanes que bajando lentamente fueron llegando a los rincones de toda la ciudad.
Miles de papelitos bailando en el aire y centenares de latas de aerosol rodando por el suelo parecían insistir en que la fiesta no terminase.
Con esa intención anclé mi pensamiento y, desviando el rumbo inicial, decidí pasar por la casa de Pepe para darle argumento a sus horas de eterno insomnio.
La luz prendida y los ladridos de Cachilo impulsaron la idea de pegarme al timbre y sentirme bienvenido. Las estrellas y la luna se habían ido, y las primeras gotas gruesas en mi espalda anticipaban
el diluvio que vendría.
La puerta se abrió y Pepe, levantando su mano izquierda -mate en mano-, expresaba en su sonrisa la alegría por mi llegada.

-¡Guille querido! -exclamó Pepe-, te hacía veraneando por otros pagos.

-Para qué me voy a ir, si acá tenemos de todo -respondí en broma.

-De todo no quiere decir bueno, Guille... ¡Ojo, que hoy ando con un golpe en mi costado! -Pepe advirtió, con su cambio de tono, que no estaba de buen humor.

Caminando lento, fue a cebar un nuevo mate, mientras yo me acomodaba en una silla junto a la ventana para mirar la lluvia.

-¿No fuiste al corso, Pepín?

Pepe giró su cabeza en forma desafiante y expresó casi con bronca:

-¿Qué puede hacer un tipo como yo un domingo como hoy y en un lugar como éste? ¡Claro que fui!... Volví minutos antes de que vos hicieras sonar el timbre.
-¡Qué mala onda, hombre! Ni que hubieras visto a un duende… ¡Es lo que dice la cara que llevás! -contesté a modo de reto.

-¿Cómo te diste cuenta? -dijo Pepe irónicamente-; pero no vi sólo un duende... eran miles, de todo tipo... de carne y hueso como vos y yo... pero esos rostros no son de todos los días... aparecen de tiempo en tiempo.

-¡Hablás como si estuvieras loco, hermano!- dije, riéndome a carcajadas-. Para cambiar un poco el clima, estuvo bien el movimiento que hubo -afirmé.

-No me decepciones… no quiero pensar que te quedaste en el tiempo del pito y la matraca, la serpentina y el pomo… no puede ser, Guille…no puede ser -se lamentaba Pepe, queriendo dar a la charla la seriedad que no había tenido en su inicio.

-Para nada me quedé en el tiempo -contesté-, y puedo diferenciar bien la camisa fuera del pantalón, que hoy es moda, de los viejos descamisados de otros tiempos. Las carencias son parecidas, pero los ideales diferentes…

-Me vuelve el alma al cuerpo -dijo Pepe, respirando profundo-. Casi pensé que olvidaste leer entre líneas lo que quería decirte. Esos son los duendes que veo y los que me quitan el sueño, ellos son los que como hormigas aparecen para un corso como éste, para el Día de la Tradición o la fiesta de la Virgen del Carmen... y no se dan cuenta de que los usan, que siguen recogiendo migajas que caen debajo de la mesa en la que comen los que ellos idolatran, servidos con manjares que pagamos todos.

-Es cierto -afirmé-, pero lo de la Virgen del Carmen es aparte, Pepe, ahí la fe le da al que cree la convicción que todavía hay esperanza, que un milagro puede ocurrir. Pero el Día de la Tradición el asado con cuero no es para que se lo coman los duendes…y la desdicha es peor para un carnaval como éste, que cuando termina de bailar la murga los que tocan el tamboril y la corneta son los políticos para que bailemos todos, nos guste o no el ritmo que suena.

-Ahí está el asunto, ahí -entusiasmado con el tema seguía opinando Pepe-; si estos duendes son de carne y hueso como cualquiera, tienen los mismos derechos y obligaciones que todo el mundo... es una cuestión de educación, seguimos votando nuestra propia marginación.

-Es cierto -respondí impregnado con la angustia que me transmitía Pepe-, pero hay que ver que cuesta vivir día a día si uno se vuelve muy pensante, te mata, te duele todo. Es así, no me quedé en el tiempo. Conozco que “Callejeros” es un conjunto musical de hoy y un corso con entrada libre y gratuita no lo paga ni le duele al bolsillo de los que invitan. Si igual postura hubiera para otros temas…
-... otra sería la historia -interrumpió Pepe-, nadie nos diría cuándo y cómo nos tenemos que divertir ni cómo tenemos que bailar. No habría agasajos especiales para unos y para otros. No habría demagogia. La vida misma sería una fiesta.
Un relámpago y el estampido de un tremendo trueno nos dejaron mudos. La lluvia intensa inundaba la calle hasta la vereda. Pepe miró a través de la ventana, encendió un cigarrillo y, como pensando en voz alta, dijo:
-Siempre que llovió, paró.



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El tren de la quimera


Permanece en el tiempo la particular forma de ser y sentir de las ciudades del interior que amagan y bambolean su fisonomía ante los cambios que propone la vida, pero su esencia reflota inalterable, viviendo en la intimidad de las pequeñas cosas de la rutina diaria. Respiran lo que no se dice pero que todos saben, simulando en cada rostro la imagen que conviene y canjean por valores que se guardan.
Aprender a vivir sin sentir lo que veía se convirtió en una necesidad para Pablo. Esa costumbre sustentaba y sostenía todos sus proyectos y esperanzas… caminando todos los días sobre brasas sin percibir dolor, soñando con pisar pasto verde y tierno.
Así se le hizo costumbre el diálogo con la incertidumbre, su buen trato con el peligro y la convivencia muchas veces con el hambre; circunstancias que la vida sorteó para él cuando cayeron los dados el día de su nacimiento. Pero su esencia de buena gente lo mantuvo en la lucha, conservando lo aprendido en su familia venida del norte, sólo con observar su conducta honrada.
Su humildad de corazón dio valor a las cosas sencillas, los amigos
del barrio y el colegio, las rondas eternas de mate y tortas fritas en casa de su amigo Franco -que vivía frente al cementerio al final de la avenida Güemes en la ciudad de Moreno-, y aquellas horas en las esquinas limpiando parabrisas y haciendo malabares, para juntar monedas que compartían. Recuerda con emoción las correrías de los sábados a la tarde, las visitas en patota al shopping junto a la autopista y las porciones de pizza que comían mientras caminaban de vuelta a casa. Pero en aquel tumulto del conurbano bonaerense, resignarse a perder era un trago amargo que de tanto en tanto pasaba por su garganta, explotaba en su pecho y rebalsaba en sus lágrimas silenciosas. Recuerda a su tío Esteban, que partió forzado por una faca traicionera y a varios pibes del barrio que, vencidos por su sombría realidad, terminaron enamorados y perdidos en la droga del olvido.
Las emociones también salpicaron su vida: la bicicleta que le regalaron su viejo y sus hermanos mayores cuando cumplió diez años el 1 de junio del año 2000; las caminatas desde San Antonio de Padua hasta Luján; el primer viaje en tren desde Moreno a Once junto a su madre Nilda y las excursiones hasta el dique Roggero para pescar mojarritas.
Pablo conoce San Juan por los relatos de su abuela Ofelia, nacida en esa provincia. La viejecita, con su santa paciencia, llenó muchas horas de siesta con anécdotas y relatos de su infancia. Así supo del terremoto de 1944 en aquellas tierras, la historia de amor entre Juan Perón y Evita y también de las bellezas naturales del Valle de la Luna. Quizás el arraigo de estas historias, enhebradas con pasiones y lágrimas, trazó en Pablo sentimientos paralelos que lograron emocionarlo y llenarlo de orgullo inesperado en muchas ocasiones. Así lo sorprendió la emoción el 6 de noviembre de 2006, cuando junto a sus compañeros del colegio y profesores concurrieron al acto de inauguración de la nueva estación de trenes, que ahora llaman Centro de Transbordo Moreno. Parado frente al palco principal llegó casi al desmayo cuando, frente a él, el gobernador de la provincia y el presidente de la nación hicieron su aparición. Aquello entendía que era importante. Sus padres viajaban a diario en aquel transporte para trabajar y, para él, a sus dieciséis años, era la conexión con su mundo conocido.
Similar alegría tuvo dos años después con el anuncio del tren bala, que Sabrina -hernana mayor de su amigo Franco- desbarató con su explicación:

-¡Ese tren iría de Buenos Aires a Córdoba, perejil! ¡No es para nosotros y, si por aquí pasara, un boleto costaría unos 300 pesos!

-¡No me digas!

-¡Te digo! Es preferible invertir esa plata en educación, salud y en proyectos de trabajo real para los que necesitamos.

-¡Pará, nena! -puso límite Pablo-, sólo escuche algo breve por radio e imaginé otra cosa.

-Nos van a endeudar más para su propia tragada -arremetió Sabrina-, esto no va a ser un “salto a la modernidad” como escuché, será otro salto a un precipicio.

Sabrina, en postura de oradora y sentada en un banquito de doble altura, hacía valer su experiencia de segundo año de abogacía y, tras la última bocanada de humo del pucho que entre sus labios se extinguía, seguía vociferando sus ideas:

-Como la droga, me parece que el exceso de botox hace mal al cerebro. Pero si no es eso, algún mal hay que afecta y es de larga data. ¿Se acuerdan de los viajes a la estratósfera que hasta podían realizar los jubilados?

-¡Dios mío! Es cierto -recordo Pablo-, un presidente cuando yo era chico, dijo que se instalaría un sistema de vuelos espaciales que saldría desde Córdoba. Las naves iban a salir de la atmósfera, se remontarían a la estratósfera y desde ahí podrías elegir dónde ir… en una hora a Japón o Corea. ¡Qué flor de cuento!

Mientras Pablo y Sabrina intercambiaban pareceres, Franco -en un escalón intelectual distinto a su hermana y más cercano a su amigo de la infancia, aplastado entre almohadones de un sillón viejo, estaba a mitad de recorrido de la segunda botella de cerveza.
Sin embargo, prestó atención a la conversación y, sentándose erguido y tomando aire aportó lo suyo como para demostrar presencia:

-Un salto a la modernidad sería no usar más garrafa. Cada día más cara. ¡Y la tengo que ir a buscar siempre yo en bicicleta! ¡Que lo parió!

-¡Y los pozos ciegos! -agregó Pablo-. Cuando desagotan los camiones atmosféricos se me revuelve el estómago y revienta la cabeza.

-¡El agua corriente, muchachos! -redobló Sabrina-, el cólera y la hepatitis no salen siempre a la vereda… pero son vecinas nuestras.

Llegó febrero de 2012, y en él un día quizás previsto por el destino. Franco consiguió el dato para un laburo en Buenos Aires. Había cupo para dos y le ofreció a Pablo presentarse juntos.
Debían estar temprano. Sabrina madrugaba porque iba a estudiar allá con una compañera. Responsable como la conocían, la tomaron como despertador. Aquella mañana llamó a Franco y salieron rápido para la estación. Pablo sintió la alarma del reloj pero, en un intento de prolongar un instante el descanso, cayó de nuevo dormido. Se acercaba hora de salida del tren y, ante su ausencia, Sabrina comentó a su hermano:

-Pablo no debe querer ir. Es una lástima. Tenemos unos minutos. Son seis cuadras a su casa. Si me apuro, llego para convencerlo. Aguantame.

-Hacé como quieras -dijo Franco-, pero si no llegan me mando solo. Nos encontramos allá.

Sabrina salió con prisa, pero no fue suficiente. El tren partió sin ella y sin Pablo. Aquella demora resultó el boleto para seguir viviendo. La puntualidad de Franco y otros viajeros, pesadilla y final de sus esperanzas e ilusiones. El tren demasiado cansado y no sustituido a tiempo, no pudo poner freno a la tragedia de la estación de Plaza Miserere.
Para Pablo lo ocurrido aquel día fue terrible. Sumido en una aplastante impotencia caminaba por la plaza frente a la estación de ferrocarril sin registro de los circuitos y giros que sus piernas conducían. Llegó hasta el cruce de avenida Victorica y, caminando sobre las vías, miró los durmientes sobre los que pisaba. Reconoció que eran los mismos de los relatos de su abuela, aquellos del primero de marzo de 1948, cuando fueron nacionalizados. Pensó en sus abuelos y tíos, sus padres y sus hermanos. Pensó en sus historias, sus luchas y sus necesidades. Pensó en sus esperanzas y las promesas incumplidas. Volvió a mirarse sus pies, envueltos en un calzado humilde, quietos sobre un durmiente, y comprendió que desde hace mucho tiempo nos encontramos parados en el mismo lugar. Su angustia ya no pasa por pensar en quién nos cuida, sino que lo desvela quién será el que cuida a quien dice que nos cuida.

                                             17 de marzo de 2012



Se terminó de imprimir en mayo de 2012
en los talleres de Impresiones GraFer.
25 de Mayo 257, (6620) Chivilcoy (B).
República Argentina.
      

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ACTO PRESENTACIÓN

CONTRAGOLPE PARA UNA ILUSIÓN




























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