jueves, 1 de enero de 2015

BARCO HUNDIDO - CUENTO





Barco hundido

 La promesa de llevar de vacaciones a mi sobrino Felipe comenzó a cumplirse casi llegando a la fecha del Bicentenario argentino.
La elección de las playas del Tuyú llevaba en mí la intención de dar color a antiguas postales que -en el álbum de mi memoria- la bruma de mi mar interior hacía ya borrosas.
Descansaban aquellas imágenes desde fines de la década del sesenta, cuando mi padre nos trajo a esta costa por entonces desierta. Recorríamos pueblito por pueblito desde San Clemente hasta San Bernardo, mitad por precarios caminos de arena mejorados con conchilla, mitad por la playa, cuando la marea estaba baja. Poco a poco los recuerdos se agolparon en la puerta de mi conciencia y, uno a uno, fueron dando un paso al frente: la pesca desde la orilla, la búsqueda de almejas en la playa, el caminito hasta el cementerio de caracoles, las expediciones nocturnas entre los médanos con linternas y faroles, las caminatas hasta el barco hundido, las reuniones con vecinos para jugar a la lotería los días de lluvia y los viajes semanales para comprar provisiones -que esperaba con ansiedad para comprar revistas de historietas en el único kiosco de la zona-.
El salón de recepción del hotel, esférico y con cristales al mar, no era propicio para que Felipe pudiera imaginar mis relatos, por lo que decidí hacer una tregua y escuchar el ruido de las olas que mirábamos desde lejos.
La instalación de las termas marinas hizo del lugar un centro de referencia para personas de la tercera edad, que llegaban en alegres contingentes en los que desbordaban las bromas, risas y actitudes de renovada vitalidad que muchos de los que observábamos, con menos carga en años, envidiábamos sanamente.
Levantarse alrededor de las nueve de la mañana sólo tenía como argumento anticiparse a nuestros gerontes compañeros de hotel -en su arrasador pasaje como pirañas sobre el desayuno americano- para intentar rescatar las últimas medialunas saladas y porciones de jamón y queso para acompañar el café con leche.
Mirando hacia la playa por el ventanal, Felipe, mientras masticaba, acomodó la lengua en un mínimo espacio de la boca para poder hablar:

-¡Mirá aquellas viejas que vienen con bolsas cargadas de caracoles, tío! ¡Son increíbles! Se levantan a las cinco de la mañana con el frío que hace, toman mate y salen a caminar por la playa. Ahora vamos nosotros y ya levantaron todos los caracolitos que trajo el mar. ¡Además llegan con apetito descomunal y se lastran todo! -exclamó.

-No es para tanto, siempre algo queda -traté de alentarlo.

-¿Te parece? Yo creo que en esto, como en la vida, el que pasa primero gana. Es como haber nacido en este tiempo. Todo es más complicado porque casi todo se inventó. ¡No es como en la época de la lamparita y el pararrayos! ¿Qué me decís, tío?

-Es cierto que todo es más complejo, pero siempre hay algo para descubrir… y seguramente muchas cosas no conocemos todavía.
Felipe quedó pensativo con mi respuesta y, levantándose de la silla, tomó nuestros bolsos y me invitó con un guiño a salir rumbo a la playa.
***
Después de varias horas de caminar, el sol comenzó a incomodar nuestra piel reseca. Los dedos de las manos, estirados por el peso de las bolsas repletas de caracoles, y la sed intensa, aceleraron nuestra vuelta.

-Parece que esta experiencia responde tu pregunta -comenté a Felipe-. A la vista de quienes pasaron antes que nosotros escaparon caracoles por recoger y, el mar, entre el ir y venir de uno y otro, acercó más variedades. Siempre el ojo de una persona percibe distinto al de otra, y parte del mundo que en un momento toca recorrer y transcurrir, ocupa su pequeña mancha ciega. Ahí está la oportunidad del que viene atrás, y la novedad en ese instante preciso que el universo le presenta.
Felipe me miró y, meneando la cabeza, exclamó: -¡Qué vamos a hacer, Dios mío!
Por la tarde, tratamos de recoger información en el pueblo para la pesca. Teníamos el dato de un viejo lugareño que tejía redes para pescar desde la playa. Encontramos el lugar. Un montecito de coníferas rodeaba la casa, y en el patio anterior a la puerta de entrada, anclas, mástiles y restos de viejas embarcaciones desparramadas al azar, le daban el aspecto de lúgubre museo.
El anciano, mirándonos a través de una ventana, hacía gestos con sus manos invitándonos a ingresar. Luego de presentarnos y saludar, nos mostró la variedad de redes que tejía con sus manos, enhebrando punto por punto e hilo tras hilo. Cabezas embalsamadas de pescados enormes, con la boca abierta y los ojos fijos, eran el testimonio de las habilidades del viejo pescador.
Deslumbrado por la charla y la experiencia del hombre en el lugar, Felipe preguntó dónde ubicar los restos del barco hundido. El viejo respiró profundo y, entrecerrando los ojos a modo de fortalecer su memoria, sin dejar de tejer, dio espacio a su respuesta:

-El Her Royal Highness varó en un banco de arena al sur de San Clemente del Tuyú el 14 de marzo de 1883. Hasta los años setenta, el mástil delataba su presencia y, con la marea baja, sus cuadernas asoman aún hoy a unos trescientos metros de la costa. Varias historias de crímenes, tormentas y contrabando se han relacionado con el naufragio, pero yo sólo puedo atestiguar lo que mis ojos han podido ver y mis oídos escuchar.
Un corto silencio y una espera cargada de incertidumbre provocaron
más tensión e interés en nosotros. Mirábamos inmóviles cómo el viejo cargaba con tabaco su pipa, la encendía y, después de jugar con el humo dejándolo escapar por la comisura derecha de su boca, volvía a inhalar profundo para seguir hablando.


-En las noches del mes de marzo, con espesa bruma, se escuchan en la zona del naufragio los gritos de auxilio de la tripulación y, luchando con las olas, entre el velo revuelto de las tinieblas y el viento, navega agitado el barco fantasma. Lo he visto sólo una vez en mis tantos años, y desde entonces, nunca más he caminado por ahí cerca de esa fecha. Pude, quién sabe por qué, escapar al hechizo de esta aparición. Pero cuentan que muchos, obnubilados por los pedidos de socorro, son hipnotizados por las olas y, al acercarse, son tragados por el mar.
Concluyó su relato en el mismo instante que terminaba el paquete que envolvía la red que íbamos a llevar. Lo tomamos y nos despedimos del viejo estrechándole las manos. Regresamos al hotel sin hablar y, escuchando el bramido de las olas, apuramos el paso, para llegar antes que la noche y la niebla cubriesen los médanos del lugar.
Quedó pendiente el paseo nocturno por la playa donde reposaba el barco hundido, bañado por el misterio del relato nacido entre verdades y mentiras, imaginación y sugestión.





Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-987-33-2139-9
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.

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