Don Teodoro
De pronto,
en aquella tranquila mañana de otoño, corrieron hacia el callejón los perros de
la granja. La ausencia de ladridos indicaba que alguien conocido caminaba bajo
la galería de eucaliptos hacia nuestra casa.
Curiosa y apresurada, con la velocidad que podían
alcanzar mis delgadas piernas de chiquilina, llegué a la primera portada. Sentí
una inmensa emoción cuando reconocí a don Teodoro, con su andar lento y sus
bultos sobre los hombros.
Nos visitaba todos los años. Al principio, mamá nos
había dicho a Agustín, mi hermano mayor, y a mí que don Teodoro era un linyera
o un croto... o algo así. Solía dormir en el granero, pero con el tiempo, su
esmero en el trabajo y su educación, ganó el respeto y la amistad de papá. Por
esa razón, la habitación al final del corredor, que fuera de tía Maruca, pasó a
ser su pieza de huésped para siempre.
El momento de la cena era especial. Nos contaba
historias de la guerra, cuentos y anécdotas, con su buen castellano y acento
particular. Con mi hermano nos olvidábamos de la comida, hasta que papá con
mirada fija y voz firme nos decía:
-¡Tomen la sopa, chicos, que se enfría!
-Es cierto, es una bendición tener la familia
reunida y la comida sobre la mesa -agregaba don Teodoro, excusándose también
por la charla-. Uno aprende a valorar las cosas cuando ya las ha perdido… o
luego de mucho dolor -continuaba reflexionando-. Nunca olvidaré mis días de
niño con frío y hambre... y cuando teníamos algo para comer, mi madre cocinaba
polenta con leche de cabra…
La luz del farol, colgado del tirante más alto del
techo, se iba agotando. Nuestros párpados pesados marcaban también el rumbo
para el descanso y el final de la jornada.
Durante el día, luego de realizar las tareas con
papá, don Teodoro nos armaba juguetes con trozos de madera, ramitas y alambres.
Después de almorzar, armaba sus cigarrillos y
fumaba pensativo debajo del corredor. Con Agustín lo mirábamos sin atrevernos a
decirle nada, hasta que él con una sonrisa, nos invitaba a jugar a las cartas y
nos deslumbraba con sus trucos de magia.
Una tardecita, Agustín jugaba en el bebedero junto
al molino. Agitaba sus manos para que me acercara. Respondiendo a su llamado,
fui a su encuentro y me dijo:
-¡Nena, es la hora que pasa el tren de trocha
angosta! Crucemos el campo, hasta el alambrado junto a la vía, para verlo
pasar.
El sol, recostándose sobre el horizonte, había
perdido su forma esférica para transformarse en una prolongada ola naranja con
cresta dorada. Agustín se adelantó corriendo sobre la tierra arada.
Inesperadamente frenó su carrera y esperó para gritarme:
-¡Está don Teodoro apoyado en el cerco! ¡Dale que
lo alcanzamos!
Llegamos agitados, sin aliento. Nos apoyamos en el
alambre junto a él sin decir palabra alguna. En instantes comenzó a sentirse el
temblor que la locomotora y el largo tren daban a los rieles de acero.
Miramos pasar uno a uno los interminables vagones
y, luego del paso de la casilla final, se perdió detrás del montecito de la
escuela próxima a la estación del pueblo.
Don Teodoro, mirando el cielo, murmuró con voz
quebrada:
-En la vida hay ocasiones que son como un tren… Hay
que tener la sabiduría y el valor para subir y la intuición para saber en cuál
estación se debe bajar.
Miró hacia el suelo y comenzó a caminar, y yo,
desde mi altura de niña, pude ver sus ojos nublados. Me acerqué a Agustín, le
di un tirón en la camisa y le dije:
-¡Nene! ¡Don Teodoro está llorando!
-¡No digas pavadas! ¡Los hombres no lloran! -me
reprendió.
Unos días después, vimos a papá y a don Teodoro
conversar largo rato en el corral junto al granero. Cuando eso ocurría, era
porque nuestro amigo se iba. Siempre fue así. A la mañana siguiente, cuando nos
levantamos, don Teodoro ya había partido. Sin decir adiós, como también
acostumbraba.
Han pasado muchos años, pero aún recuerdo cuánta
tristeza tuvimos aquel día. Por la tarde volvimos con Agustín a cruzar el campo
para ver el tren, pero algo nos paralizó a medio andar. A lo lejos, ahí donde
el sol se derramaba en color naranja, vimos la silueta de un hombre apoyada en
el alambre. Ambos pensamos en don Teodoro, pero al acercarnos comprobamos que
era papá. Agustín fue a su lado y pudo ver, en sus ojos fijos en la gramilla,
una llovizna fina que trató de disimular.
Agustín volvió hacia mí con lágrimas en los ojos.
Me asusté y pregunté:
-¿Estás llorando?
-¡No seas tonta, nena! ¡Los hombres no lloran! -me
dijo, abrazándome
fuerte contra su pecho.
Don Teodoro nunca volvió y no supimos por qué. Pero
todos sabíamos que papá, en su silencio, guardaba aquella respuesta.
Seguramente hoy se encuentran juntos, conversando como les gustaba, trabajando
la tierra y haciendo surcos.
Chivilcoy, 2012
Copyright © Guillermo
Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos
reservados.
ISBN:
978-987-33-2139-9
Supervisión editorial:
María del Valle Grange.
Hecho el depósito que
fija la Ley 11.723.
Impreso en la
Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer
(Chivilcoy), 2012.
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