jueves, 1 de enero de 2015

DON TEODORO - CUENTO



Don Teodoro

 De pronto, en aquella tranquila mañana de otoño, corrieron hacia el callejón los perros de la granja. La ausencia de ladridos indicaba que alguien conocido caminaba bajo la galería de eucaliptos hacia nuestra casa.
Curiosa y apresurada, con la velocidad que podían alcanzar mis delgadas piernas de chiquilina, llegué a la primera portada. Sentí una inmensa emoción cuando reconocí a don Teodoro, con su andar lento y sus bultos sobre los hombros.
Nos visitaba todos los años. Al principio, mamá nos había dicho a Agustín, mi hermano mayor, y a mí que don Teodoro era un linyera o un croto... o algo así. Solía dormir en el granero, pero con el tiempo, su esmero en el trabajo y su educación, ganó el respeto y la amistad de papá. Por esa razón, la habitación al final del corredor, que fuera de tía Maruca, pasó a ser su pieza de huésped para siempre.
El momento de la cena era especial. Nos contaba historias de la guerra, cuentos y anécdotas, con su buen castellano y acento particular. Con mi hermano nos olvidábamos de la comida, hasta que papá con mirada fija y voz firme nos decía:

-¡Tomen la sopa, chicos, que se enfría!

-Es cierto, es una bendición tener la familia reunida y la comida sobre la mesa -agregaba don Teodoro, excusándose también por la charla-. Uno aprende a valorar las cosas cuando ya las ha perdido… o luego de mucho dolor -continuaba reflexionando-. Nunca olvidaré mis días de niño con frío y hambre... y cuando teníamos algo para comer, mi madre cocinaba polenta con leche de cabra…

La luz del farol, colgado del tirante más alto del techo, se iba agotando. Nuestros párpados pesados marcaban también el rumbo para el descanso y el final de la jornada.
Durante el día, luego de realizar las tareas con papá, don Teodoro nos armaba juguetes con trozos de madera, ramitas y alambres.
Después de almorzar, armaba sus cigarrillos y fumaba pensativo debajo del corredor. Con Agustín lo mirábamos sin atrevernos a decirle nada, hasta que él con una sonrisa, nos invitaba a jugar a las cartas y nos deslumbraba con sus trucos de magia.
Una tardecita, Agustín jugaba en el bebedero junto al molino. Agitaba sus manos para que me acercara. Respondiendo a su llamado, fui a su encuentro y me dijo:
-¡Nena, es la hora que pasa el tren de trocha angosta! Crucemos el campo, hasta el alambrado junto a la vía, para verlo pasar.

El sol, recostándose sobre el horizonte, había perdido su forma esférica para transformarse en una prolongada ola naranja con cresta dorada. Agustín se adelantó corriendo sobre la tierra arada. Inesperadamente frenó su carrera y esperó para gritarme:

-¡Está don Teodoro apoyado en el cerco! ¡Dale que lo alcanzamos!

Llegamos agitados, sin aliento. Nos apoyamos en el alambre junto a él sin decir palabra alguna. En instantes comenzó a sentirse el temblor que la locomotora y el largo tren daban a los rieles de acero.
Miramos pasar uno a uno los interminables vagones y, luego del paso de la casilla final, se perdió detrás del montecito de la escuela próxima a la estación del pueblo.
Don Teodoro, mirando el cielo, murmuró con voz quebrada:

-En la vida hay ocasiones que son como un tren… Hay que tener la sabiduría y el valor para subir y la intuición para saber en cuál estación se debe bajar.

Miró hacia el suelo y comenzó a caminar, y yo, desde mi altura de niña, pude ver sus ojos nublados. Me acerqué a Agustín, le di un tirón en la camisa y le dije:

-¡Nene! ¡Don Teodoro está llorando!

-¡No digas pavadas! ¡Los hombres no lloran! -me reprendió.

Unos días después, vimos a papá y a don Teodoro conversar largo rato en el corral junto al granero. Cuando eso ocurría, era porque nuestro amigo se iba. Siempre fue así. A la mañana siguiente, cuando nos levantamos, don Teodoro ya había partido. Sin decir adiós, como también acostumbraba.
Han pasado muchos años, pero aún recuerdo cuánta tristeza tuvimos aquel día. Por la tarde volvimos con Agustín a cruzar el campo para ver el tren, pero algo nos paralizó a medio andar. A lo lejos, ahí donde el sol se derramaba en color naranja, vimos la silueta de un hombre apoyada en el alambre. Ambos pensamos en don Teodoro, pero al acercarnos comprobamos que era papá. Agustín fue a su lado y pudo ver, en sus ojos fijos en la gramilla, una llovizna fina que trató de disimular.
Agustín volvió hacia mí con lágrimas en los ojos. Me asusté y pregunté:

-¿Estás llorando?

-¡No seas tonta, nena! ¡Los hombres no lloran! -me dijo, abrazándome
fuerte contra su pecho.

Don Teodoro nunca volvió y no supimos por qué. Pero todos sabíamos que papá, en su silencio, guardaba aquella respuesta. Seguramente hoy se encuentran juntos, conversando como les gustaba, trabajando la tierra y haciendo surcos.






Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-987-33-2139-9
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.


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