Tiempo adicional
En memoria de Carlos
Marriera, fallecido el 18 de junio de 2008 en un acto oficialista en Plaza de
Mayo, Ciudad de Buenos Aires, Argentina.
Ricardo había vivido siempre en la esquina
de Alberdi y Boquerón. Lo conocí hace más de treinta años en uno de aquellos
partidos de fútbol callejero. Jugábamos en un terreno baldío lindero a su casa.
Puedo recordar muy bien aquel predio que llamábamos “la canchita”, con un cerco
de ligustro en el límite lateral, junto a la acera. Un monte de eucaliptos
hacia el oeste, escondía el sol por la tarde simulando llamaradas con reflejos
anaranjados que caían sobre un sendero oblicuo que llamaban Diagonal Evita.
En aquella niñez de entreveros futboleros,
donde todos éramos y nos sentíamos iguales, Ricardo conoció el triunfo por mano
propia. Disputó cada pelota en juego, fue capitán del equipo barrial y firmó
aquella carta que hicieron en la escuela, para pedir once camisetas en colores
azul y oro al club de sus amores. De sentimientos nobles y responsable de las
promesas de sus palabras, no conoció el significado del vocablo traición.
Por eso, con el paso del tiempo y los
distintos caminos que siguieron sus viejos amigos, no comprendió su corazón
generoso, que aquellos por los que él se entregó en la cancha y en la vida -sin
avisarle nada- le sacaran el brazalete de capitán del equipo.
Así, por ellos repartió boletas casa por
casa en mil campañas políticas, pegó carteles y se quemó las manos asando
chorizos en tantos discursos partidarios. Pero su triunfo nunca fue más que la
alegría de sentir la pertenencia al grupo que ganaba en aquellas elecciones, un
par de chapas nuevas para el techo de su casa cuando nació su hijo, el dinero
para la sepultura cuando murió su madre y la infaltable tarjeta de cumpleaños
que la agenda de hábiles secretarios marcaban, para él lo mismo que para
tantos.
Recuerdo una mañana de junio de 2008.
Por el pasillo entraba Ricardo con la cara enrojecida y la mirada saltona.
-¡Me voy para Buenos Aires! -gritó al
verme asomar por la puerta.
-¿Pasa algo malo? -pregunté asustado.
-¡No! Mañana hay un acto en Plaza de
Mayo y el flaco Golondrina me invitó para ir en un micro que sale de la
municipalidad -aclaró Ricardo y, tomando mi jarro con mate cocido, lo vació de
un solo trago.
-Es una buena oportunidad para viajar y,
de paso, llevo a mi hijo Manuel a conocer la Bombonera, caminamos por la Boca y
rapidito regresamos a la plaza -explicó entusiasmado.
-¡Pero se van a dar cuenta! No les va a
caer bien esa jugada -traté de alertarlo. Ricardo se quedó pensativo, se frotó
las manos en la cara y lentamente comenzó a hablar con emoción:
-Manuel cumple diez años el sábado y yo
le prometí llevarlo a conocer la cancha de Boca. Le conté tantas veces de los
jugadores de mi infancia… Roma, Rojitas, Madurga, Ponce, Curioni, Ferrero. Él
vivió conmigo cada grito de los goles de Palermo. Y debo llevarlo al Coliseo de
la Boca, que sienta esa emoción conmigo. Pero ando sin un mango. Esta semana me
tomaron de peón para albañil y si le falto mañana al capataz me raja… por eso…
quería pedirte algo…
-¿Te hacen falta unos pesos? -me
adelanté antes de que terminara.
-¡Para nada! -subrayó Ricardo-. Quiero
que me des una mano reemplazándome en el trabajo. Con la guita me arreglo, nos
dan cincuenta pesos a cada uno y la comida por concurrir, me llevo algo para el
pibe y zafo con eso.
-¡Trato hecho! -contesté con alegría,
sabiendo el significado que este favor tenía.
Un apretón de manos selló la despedida y
la promesa de Ricardo de contarme este sueño a su regreso.
Ricardo y Manuel llegaron a Plaza de
Mayo. La emoción dio lugar a una sordera benéfica inmune a los gritos de la
multitud. En ese silencio, sus miradas incrédulas ante aquella realidad,
recorrieron cada sector, desde el Cabildo hasta el histórico balcón de la Casa
Rosada.
De pronto, una sirena rompió con el
encanto. Una ambulancia avanzó entre la muchedumbre que se abría para dar paso.
Buscaba socorrer a un joven compañero tirado en el piso. Quiso una burla del
destino, que una farola de iluminación cayera sobre él para cerrar sus ojos
para siempre.
Ricardo miró el cielo y lloró. Luego
besó en la frente a su hijo y comprendió que sólo por él y por nadie más valía
la pena dar la vida. Corrieron tomados de la mano por calle Defensa, avenida
Almirante Brown y llegaron a la Boca.
Trajeron puñados de césped de la
Bombonera, una alegría inmensa
y la esperanza de poder algún día
gritarle a la vida como lo hacía el relator Bernardino Veiga para su equipo:
“¡Gaanooo Bocaaaaaaa! ¡En tiempo adicionaallll! ¡Lo que no fue justicia al
principio, fue justicia en el final!”
Bernardino Veiga fue un periodista y relator
de poderosa voz, rápido y detallista. Era “el canto Azul y Oro”, donde jugaba
Boca estaba él. Falleció el 7 de julio de 1979. Se inició en el año 1937 junto
a Fioravanti,
en Radio La Voz del Aire. De sus
primeros pasos poco sabemos,
el tiempo y la mala tecnología de la
época dificultan conocer sus inicios, como así también su evolución como
profesional del medio. Encontró su etapa de gloria en Radio Mitre y,
paralelamente, los sábados
a la noche, en Radio Rivadavia,
siguiendo las veladas de box desde el Luna Park. Luego trabajó en Radio
Argentina (1969 - 1976) con Eduardo Colombo y Faustino García.
grpinotti.letrasycuentos@yahoo.com.ar
Chivilcoy, 2012
Copyright © Guillermo
Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos
reservados.
ISBN:
978-987-33-2139-9
Supervisión editorial:
María del Valle Grange.
Hecho el depósito que
fija la Ley 11.723.
Impreso en la
Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer
(Chivilcoy), 2012.
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