jueves, 1 de enero de 2015

TIEMPO ADICIONAL - CUENTO


Tiempo adicional

En memoria de Carlos Marriera, fallecido el 18 de junio de 2008 en un acto oficialista en Plaza de Mayo, Ciudad de Buenos Aires, Argentina.


Ricardo había vivido siempre en la esquina de Alberdi y Boquerón. Lo conocí hace más de treinta años en uno de aquellos partidos de fútbol callejero. Jugábamos en un terreno baldío lindero a su casa. Puedo recordar muy bien aquel predio que llamábamos “la canchita”, con un cerco de ligustro en el límite lateral, junto a la acera. Un monte de eucaliptos hacia el oeste, escondía el sol por la tarde simulando llamaradas con reflejos anaranjados que caían sobre un sendero oblicuo que llamaban Diagonal Evita.
En aquella niñez de entreveros futboleros, donde todos éramos y nos sentíamos iguales, Ricardo conoció el triunfo por mano propia. Disputó cada pelota en juego, fue capitán del equipo barrial y firmó aquella carta que hicieron en la escuela, para pedir once camisetas en colores azul y oro al club de sus amores. De sentimientos nobles y responsable de las promesas de sus palabras, no conoció el significado del vocablo traición.
Por eso, con el paso del tiempo y los distintos caminos que siguieron sus viejos amigos, no comprendió su corazón generoso, que aquellos por los que él se entregó en la cancha y en la vida -sin avisarle nada- le sacaran el brazalete de capitán del equipo.
Así, por ellos repartió boletas casa por casa en mil campañas políticas, pegó carteles y se quemó las manos asando chorizos en tantos discursos partidarios. Pero su triunfo nunca fue más que la alegría de sentir la pertenencia al grupo que ganaba en aquellas elecciones, un par de chapas nuevas para el techo de su casa cuando nació su hijo, el dinero para la sepultura cuando murió su madre y la infaltable tarjeta de cumpleaños que la agenda de hábiles secretarios marcaban, para él lo mismo que para tantos.
Recuerdo una mañana de junio de 2008. Por el pasillo entraba Ricardo con la cara enrojecida y la mirada saltona.

-¡Me voy para Buenos Aires! -gritó al verme asomar por la puerta.

-¿Pasa algo malo? -pregunté asustado.

-¡No! Mañana hay un acto en Plaza de Mayo y el flaco Golondrina me invitó para ir en un micro que sale de la municipalidad -aclaró Ricardo y, tomando mi jarro con mate cocido, lo vació de un solo trago.

-Es una buena oportunidad para viajar y, de paso, llevo a mi hijo Manuel a conocer la Bombonera, caminamos por la Boca y rapidito regresamos a la plaza -explicó entusiasmado.

-¡Pero se van a dar cuenta! No les va a caer bien esa jugada -traté de alertarlo. Ricardo se quedó pensativo, se frotó las manos en la cara y lentamente comenzó a hablar con emoción:

-Manuel cumple diez años el sábado y yo le prometí llevarlo a conocer la cancha de Boca. Le conté tantas veces de los jugadores de mi infancia… Roma, Rojitas, Madurga, Ponce, Curioni, Ferrero. Él vivió conmigo cada grito de los goles de Palermo. Y debo llevarlo al Coliseo de la Boca, que sienta esa emoción conmigo. Pero ando sin un mango. Esta semana me tomaron de peón para albañil y si le falto mañana al capataz me raja… por eso… quería pedirte algo…

-¿Te hacen falta unos pesos? -me adelanté antes de que terminara.

-¡Para nada! -subrayó Ricardo-. Quiero que me des una mano reemplazándome en el trabajo. Con la guita me arreglo, nos dan cincuenta pesos a cada uno y la comida por concurrir, me llevo algo para el pibe y zafo con eso.

-¡Trato hecho! -contesté con alegría, sabiendo el significado que este favor tenía.

Un apretón de manos selló la despedida y la promesa de Ricardo de contarme este sueño a su regreso.

Ricardo y Manuel llegaron a Plaza de Mayo. La emoción dio lugar a una sordera benéfica inmune a los gritos de la multitud. En ese silencio, sus miradas incrédulas ante aquella realidad, recorrieron cada sector, desde el Cabildo hasta el histórico balcón de la Casa Rosada.
De pronto, una sirena rompió con el encanto. Una ambulancia avanzó entre la muchedumbre que se abría para dar paso. Buscaba socorrer a un joven compañero tirado en el piso. Quiso una burla del destino, que una farola de iluminación cayera sobre él para cerrar sus ojos para siempre.
Ricardo miró el cielo y lloró. Luego besó en la frente a su hijo y comprendió que sólo por él y por nadie más valía la pena dar la vida. Corrieron tomados de la mano por calle Defensa, avenida Almirante Brown y llegaron a la Boca.
Trajeron puñados de césped de la Bombonera, una alegría inmensa
y la esperanza de poder algún día gritarle a la vida como lo hacía el relator Bernardino Veiga para su equipo: “¡Gaanooo Bocaaaaaaa! ¡En tiempo adicionaallll! ¡Lo que no fue justicia al principio, fue justicia en el final!”
Bernardino Veiga fue un periodista y relator de poderosa voz, rápido y detallista. Era “el canto Azul y Oro”, donde jugaba Boca estaba él. Falleció el 7 de julio de 1979. Se inició en el año 1937 junto a Fioravanti,
en Radio La Voz del Aire. De sus primeros pasos poco sabemos,
el tiempo y la mala tecnología de la época dificultan conocer sus inicios, como así también su evolución como profesional del medio. Encontró su etapa de gloria en Radio Mitre y, paralelamente, los sábados
a la noche, en Radio Rivadavia, siguiendo las veladas de box desde el Luna Park. Luego trabajó en Radio Argentina (1969 - 1976) con Eduardo Colombo y Faustino García.







 
grpinotti.letrasycuentos@yahoo.com.ar



Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-987-33-2139-9
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.


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