Hay partidos de fútbol que, para los
aficionados a este deporte, se enlazan a circunstancias de vida que los hace
inolvidables. De pequeño la disputa familiar para influir en mi decisión por el
club del que sería hincha, se polarizaba entre mi tío Pocho -fanático seguidor
de Racing en épocas del “Equipo de José”- y mi abuelo Cándido, simpatizante de
Boca Juniors.
Descansaban en un cajón de mi ropero las
camisetas de ambos clubes y los banderines que ambos me regalaban, en tiempos
en que la indecisión ganaba en mí la batalla.
En 1972 debuté yendo como espectador a
un estadio. Tío Pocho organizó la travesía, que por entonces era llegar desde
Chivilcoy a la cancha de Racing. Jugaban el local y Boca. Lógicamente, fuimos a
la tribuna albiceleste, pero quiso el destino que tocara mi emoción el triunfo
de los de la casaca azul y oro. Recuerdo la habilidad de Daniel Onega, que,
viniendo de River, jugaba entonces para Racing, y los goles de Mouzo, Potente y
Curioni para la victoria de Boca.
La experiencia fue un punto a favor para
empezar a sentirme “bosterito”. Pocho, aceptando en silencio, con resignación y
respeto, y privilegiando su amor por el fútbol, volvió a llevarme algunos años
después a la cancha, pero esta vez a la Bombonera. Ganó Boca a San Telmo con
goles de Taverna y García Cambón. Ya era fanático de Boca.
Mi papá, Coco, era hincha de Racing y
seguidor de Huracán, campeón del ‘73 en la era de Menotti. Fóbico a los
tumultos, no era adepto de ir a ver partidos, pero lo convencimos una noche con
tío y fuimos a ver a Boca y Deportivo Cali de Colombia, en la tribuna de la
cabecera que da al Riachuelo.
La vuelta de Maradona a Boca en la
década del ‘90 fue contra Colón de Santa Fe en la Bombonera. Llevé en aquella
jornada a mi hijo Andrés, que tenía seis años, sentado sobre mis hombros; fue
el inicio de tantos momentos compartidos de mística y alegría, incluyendo el
festejo de la Copa Intercontinental en las calles de la Boca la mañana de los
goles de Palermo al Real Madrid.
Así, infinitos relatos entrelazan la
vida con el fútbol, porque ambos son imprevisibles, se nutren de justicias e
injusticias, amores y odios, triunfos y fracasos, y, sobre todas las cosas,
iguala a todos con el silbato de inicio y con el silbato final. Abraza en sus
sentimientos a humildes y poderosos, porque su esencia es de un idioma
universal.
Historias de esta naturaleza hay muchas,
y me surge la de un delantero que pensando haber perdido con los años el rumbo
hacia la red, la vida le enseñó un día que el olfato innato para el gol
permanece para siempre.
En una mesa de la fonda El Sauce,
Calixto Almirón jugaba con la cuchara en el plato con caldo caliente que le
habían servido. El menú del día incluía como entrada sopa de verduras,
suculenta y sabrosa como las que preparaban las abuelas del siglo pasado.
Su cabeza casi totalmente calva y las
arrugas que los años le habían traído, sepultaron su popularidad como
centroforward en su juventud por un presente anónimo. Se acostumbró a la
soledad de los últimos años de su vida. Sólo era don Calixto, para el mozo del
lugar y para Ramona, la dueña del bodegón donde comía todos los días.
Un señor de mediana edad se acercó
lentamente a la mesa del viejo y, estirando su mano derecha, lo invitó al
saludo, y preguntó emocionado:
-¿Almirón? ¿El nueve de Cruz del Sur?
Calixto enmudeció por algunos minutos y,
esforzándose para disimular la sorpresa, contestó afirmativamente e invitó a
sentarse al admirador.
-Es usted una persona joven para
mantener el recuerdo de mi pasado futbolero agregó con inquietud y también con
alegría el veterano.
-No hubiera podido olvidarlo nunca
-contestó el hincha-. El día de la final de 1978 que ganamos contra Sportivo,
estaba en la tribuna con mi padre. Fue la primera vez que me llevó a la cancha.
Me dejó el recuerdo de aquel abrazo prolongado y el grito de gol, cuando usted,
un segundo antes del pitazo final, nos regaló el campeonato con aquel zurdazo
en el ángulo.
Almirón se sintió rejuvenecer cuarenta
años y, sin soltar la cuchara con la que revolvía la sopa, mirando extrañado a
su acompañante en la mesa, preguntó intrigado:
-¿Cómo me reconoció? Mi figura de
entonces ya no existe.
-Porque su mirada es la misma del poster
que durante años estuvo sobre mi cama -explicó emocionado el fanático-. Además
aquel partido y su gol dejaron algo especial en mi vida que llevaré por
siempre. Cada vez que vuelvo al estadio miro el lugar de la tribuna en que
estuve con mi papá. Fue el primer partido y también el último; falleció a los
pocos días, sufría una larga dolencia. Comprendí de adulto su esfuerzo físico
para llevarme aquel día el amor y entrega de su alma para regalarme este
recuerdo eterno. ¿Cómo voy a olvidar aquel golazo?
Calixto se quedó sin palabras. Bajó la
cabeza y siguió tomando su sopa hasta que el mozo, ajeno a la situación, lo
auxilió en su perplejidad trayendo la milanesa con puré de papas que había
pedido antes.
Finalizaron con un café y se despidieron
con un abrazo, con la promesa mutua de reencontrarse y convenir un día para
concurrir juntos a la cancha.
Almirón volvió caminando despacio a su
casa, reviviendo a cada paso un recuerdo. Su vida había tomado un nuevo
sentido, y pensaba cuántas veces el hombre, convencido de estar inmerso en el
olvido, desconoce estar siempre presente en alguien que quizás jamás ha
conocido.
Llegó a su casa y se acostó de espaldas en su cama revuelta. Cerró sus ojos
y cabalgando en sueños, cuando en la vida cuesta abajo sólo esperaba el pitazo
final, un pelotazo largo cruzó la mitad de la cancha, y Almirón, corriendo como
un rayo, hizo de aquel contragolpe otra victoria. Como en el fútbol, la vida le
dio revancha. Quedaba otro partido por jugar.
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