jueves, 1 de enero de 2015

EL OLOR ERRANTE

EL OLOR ERRANTE
                                                                                                 
Por Guillermo Rodolfo Pinotti - °Derechos Reservados - Dirección Nacional del Derecho de Autor- Obra Inédita -Argentina.

Había que inaugurar el sector de salud mental de alguna manera.  El nuevo intendente y el director del hospital lo habían proclamado y, los tiempos de la política, así lo indicaban.  Las reformas edilicias para seguridad podían esperar, la falta de personal de enfermería también y, en aquel calor insoportable de diciembre, la pretensión de soñar con aire acondicionado o con un miserable y viejo ventilador era un sueño inalcanzable.  El  maquillaje brillaba perfecto, era para destacar. Nuevos escritorios y sillas se lucían en los consultorios recién pintados y, en las ventanas, cortinas con colores combinados en tonos perfectos. En los pasillos los invitados obligados y los obsecuentes de turno conversaban mientras, ansiosos entre ellos, dos o tres acomodados para algún cargo y otro señalado para jefe, simulaban desconocer la bendición recibida a punto de blanquearse.  Solo era necesario un discurso partidario de la divisa de moda.  Ramiro, viejo y cansado médico refunfuñón, no disimulaba el disgusto por aquella parodia inaugural, dialogando con Julio, psicólogo del sector:

-¡No soporto más tanta mentira! ¡Otra inauguración y seguimos igual que antes! Nada de nombramientos por concursos, ni mejoras en el sueldo… ni paritarias.  Dos manos de pintura parece que tapan todo. ¡Hasta debemos hacer los informes con papel carbónico porque no tienen tinta las impresoras!

-Es cierto – continuó Julio – pero nos conviene de alguna forma esta inauguración, el lugar es más grande y cómodo que el anterior, tenemos consultorios para todos y el olor a pintura fresca da sensación a nuevo y limpio. Mas vale pájaro en mano…

-Ocurrirá que cuando los problemas propios del trabajo aparezcan, toda esta cháchara quedará en el olvido, continuó Ramiro. Las quejas de pacientes y familiares, cuando no haya dónde internar y la medicación de cuarta con que contamos no surta efecto,  caerá como siempre sobre nosotros.

  Ramiro se alejó unos metros de sus compañeros para estar solo. Esa realidad era una película que había visto varias veces con distintos actores. Prendió su pipa y, mirando las formas que tomaba el humo entre los rayos del sol, dejó que su bronca flotara con el y se pierda. Necesitaba estar tranquilo y olvidarse de todo.

  En quince días todo volvió a su cauce. Las dos habitaciones destinadas a internaciones para urgencias psiquiátricas seguían desmanteladas.

  Julio llegó unos minutos antes de las ocho y, mientras preparaba todo para la ceremonia del mate, se sorprendió al oír golpes de martillo al otro lado de la pared. Salió y preguntó a un operario qué pasaba. Ahí supo la novedad: una de las habitaciones – la que daba al frente del pabellón – sería en el futuro la morgue del hospital.  A los pocos minutos llegó  Ramiro, quien al enterarse de la noticia, se sumó al desconcierto de su compañero. De nada sirvieron las protestas al director, quien justificó el cambio de rumbo como una medida provisoria pero necesaria:

-       Tomaremos ese lugar para la morgue porque, donde antes funcionaba, extenderemos el pabellón de cardiología. No demorará mucho. ¡No es para que hagan tanto alboroto!

-       ¡Es una burla a la lógica que, a diez metros del ingreso a los consultorios de salud mental, se encuentre la puerta de la morgue! – gritó Ramiro. 

-       ¡Además una puerta interna comunica con nuestro office de enfermería! -  exclamó Julio desconcertado.

-       No se preocupen – dijo tratando de poner calma el director – esa puerta se cerrará y solo habrá un acceso desde el exterior en el futuro.

  Intentando pensar en nada, cada cual regresó a su lugar de trabajo, era más de lo mismo y de lo que había, no faltaba nada.

                                                                           oooo


  La sirena de los bomberos ametralló una vez más el sueño de la gente del pueblo aquella madrugada.  Centenares de madres sobresaltadas despertaron por el galope que en sus pechos daban sus corazones desesperados. Luego el ritual de siempre: ir hasta la habitación de sus hijos para asegurarse que estaban durmiendo,  llamar compulsivamente a sus celulares y al de sus amigos.  Y luego, si la respuesta se demoraba o la angustia crecía, averiguar lo sucedido en la radio del lugar, la central de policía y la guardia del hospital.
  Mientras estacionaba su auto, Ramiro miró el tumulto frente al paredón de ingreso a la sala de salud mental y, a un costado, la puerta de la morgue.  Adolescentes fundidos en abrazos y unidos en llantos interminables, eran superados -  de tanto en tanto - por desgarradores gritos de desconsuelo e impotencia de familiares del joven accidentado fatal, que esperaba la intervención administrativa que nada podía justificar ni cambiar.
  El sol de los últimos días de enero comenzó a calentar nuevamente el hormigón de las paredes que aún conservaban la temperatura del día anterior, quizás como el fastidio que Ramiro acumulaba y no podía dejar de sentir. Llegaron luego Pablo, Julio y la secretaria. La situación continuó casi hasta el final de la mañana, siendo el estupor y el desconcierto, los dueños del lugar. Muchos pacientes se retiraron sin quejarse ni pedir explicación, casi sintiendo vergüenza por sus depresiones y males, ante tanto dolor expuesto.
  Los agentes de policía llegaron al lugar y pidieron que se retiren los familiares y amigos del muerto, que desnudo y tapado con un plástico negro quedó solo sobre una piedra de mármol blanco.

  Pasado el mediodía todos se querían ir. La secretaria apagó la computadora previendo una tormenta eléctrica que anunciaba un horizonte negro y con destellos de relámpagos. Fue la primera en salir y también en volver entrar, con un rostro de espanto, propio de películas de terror. Con un ademán en su mano derecha llamó a Ramiro y a Julio. Salieron presurosos y, al señalar la puerta y ventana de la morgue, vieron el enjambre de moscas grandes y verdes que tapizaban las ranuras de los marcos. Dos aerosoles de insecticida y la buena voluntad de un asistente, iniciaron lo que el viento y la lluvia de verano, llevaron junto al personal de la funeraria, dejando en el olvido aquella lúgubre mañana.



 Teresa, la secretaria, tenía bien en claro que la primera actividad de cada día, era tener el agua a punto para el mate o un cafecito a la llegada de médicos y psicólogos. Habían pasado ya más de cinco meses desde la inauguración del sector.  La proximidad del invierno y presencia de los primeros fríos hicieron presente la ausencia de instalación de gas natural y calefacción. La baja temperatura de aquella mañana no fue más que el símbolo para que Julio dejara ver sus esperanzas, sus sueños, su honor y sus ideales congelados. El hielo de la deslealtad y la ingratitud habían tomado formas en témpanos de olvido e indiferencia, donde ahora habitaban algunos compañeros y amigos que, tiempo atrás junto a él, corrían libres como agua clara y en búsqueda de la igualdad. Pero la ambición y el poder habían comprado voluntades y transformado sentimientos.
   -Tenemos que pedir como mínimo unas estufitas eléctricas – proponía Julio a Teresa. No se puede estar sentado cuatro horas tras el escritorio con bufanda,  ni los pacientes en la sala de espera con gorra y poncho.

  -Tenés razón, hagamos una nota. No esperemos una iniciativa que venga de arriba porque va a pasar el invierno y seguiremos con el mismo frío – previno la secretaria.
 - Igual pasó con la morgue… cada tanto tenemos un amigo tras la puerta tapada con durlok y la ceremonia fúnebre ahí afuera. ¡Es para no creer!

Teresa hizo un silencio y prolongó un instante la cebada del mate, como para pensar lo que iba a decirle a Julio:    

      -Escuchá, te voy a contar algo pero tomalo seriamente… hace pocos días entré y, a mitad del pasillo, había un olor a podrido terrible. Estaba sola, abrí ventanas y puertas, pulvericé con el desodorante de ambientes y de a poco se fue. Pero quiero que entiendas bien esto: era un olor insoportable, distinto, te provocaba náuseas. Nunca sentí algo así.

      -¡Estás sugestionada Teresita! ¡Con las cosas que pasan acá más que salud mental, nos estamos volviendo locos!

      -¡No jodas! Te dije que hablo en serio. Al rato – continuó Teresa – el olor estaba de nuevo pero al final del pasillo, casi en la puerta de la sala de espera. Era espantoso. Me dio la sensación que se desplazaba, que aparecía de golpe en distintos sectores, con la misma característica y con igual penetración.

      -Me resisto a pensar  que me estás sugiriendo que nos visita un espectro o algo así.  ¡No podemos creer en esas cosas y menos aquí! - concluyó el psicólogo.

  Esperando la hora del primer turno, se agregó a la charla el doctor Ramiro.  Al escuchar la versión de la secretaria, ninguno se atrevió a desautorizarla.   - Seguramente el olor que dice que había, estaba - opinó el médico.
Sin consultar a nadie, Ramiro llamó a la administración para quejarse.  Al rato un operario se hizo presente para sellar con goma siliconada, la ranura de la plancha de durlok que tapaba la puerta que comunicaba a la morgue.
  El asunto no terminaría allí. Sobre todo porque la secretaria y el personal de limpieza estaban convencidos que ese olor itinerante que aparecía de vez en cuando, era un espíritu, espectro o alma errante que no encontraba el camino al más allá. El hecho se repitió varias veces distintos días, y todos lo comprobaron: médicos, psicólogos, secretarias, ordenanzas y auxiliares.
  El fenómeno se olía, estaba y caminaba. Un día por un rincón y otro día por otro. El asunto fue tomando seriedad, a tal punto que fue tratado en la reunión de equipo interdisciplinario. El Dr. Ramiro fue contundente: - Si este olor  nauseabundo, o quien sabe que fenómeno  estamos oliendo, lo sentimos todos, quiere decir que estar, está…no hay duda. Y de la nada, nada viene. Por eso propongo buscar cual es el origen de este desagradable asunto.
  El tufo aparece sobre todo uno o dos días después de alguna necropsia – resaltó Julio, asintiendo la secretaria con la cabeza, para luego tomar la palabra:

  -Si a ustedes no les molesta yo traigo  a un cura para que bendiga este lugar…no perdemos nada, y yo tengo fe que dará resultado.  Además una tía mía conoce al sacerdote de la Iglesia San Cayetano y le puede pedir este favor.

  Terminaba de hacer este comentario y el flujo hediondo apareció en medio de ellos. Terrible. Apestoso y espeso. Cortaba la respiración. Nadie autorizó lo del cura, pero tampoco nadie se opuso. Teresa haría ese trámite y también traería agua bendita de Lujan para tirar en todos los rincones.

  Se retiraron todos del lugar menos Ramiro, que fue a lavarse las manos al baño. Abrió la canilla y abruptamente se vio envuelto en ese atípico y penetrante olor. Cerró la llave del agua y fue cediendo. La percepción de peligro que lo invadía lo hacía sentirse ridículo. No era lógica esa sensación que le sugería que alguien lo observaba, ni la inquietud interior y  desasosiego que crecía indiferente a la conciencia que, allí adentro, solo él se encontraba. Pero su pulso rápido y  respiración agitada aumentaban independientes de su razonamiento que buscaba implantar pensamientos que decían a sí mismo: - No pasa nada, solo estoy asustado…ese olor viene de afuera, de otro lado.
Tragó saliva. Prestó atención y, no precisó mucha destreza ni imitar a John Snow para concluir que el olor venía de la rejilla del desagüe del baño. Siguió el camino de la fetidez y la próxima parada estaba bajo la pileta del office de enfermería. Otra un poco más allá, a mitad del pasillo. Pero lo que no estaba claro era la característica del terrible olor. El médico salió al patio de entrada, prendió una vez más su pipa y, mientras pensaba, vio la cámara recolectora de  las cloacas. Allí, al mismo lugar, concurrían el agua hervida sobrante del mate, las deposiciones de urgencia y también el origen del macabro olor que desde la rejilla de la habitación de psiquiatría - ahora transformada en morgue - fluían los líquidos sanguinolentos y diminutos restos tisulares que el personal  de limpieza volcaba en ella, luego de cada necropsia.


  No hizo falta el agua bendita, solo algunos litros de cloro diluidos en bastante agua que, al correr por las cañerías, logró que el espíritu o espectro tuviera descanso en paz… y que por algún tiempo más la morgue continúe en el mismo lugar.

- °Derechos Reservados - Dirección Nacional del Derecho de Autor- Obra Inédita -Argentina.

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