EL BALCÓN ROSA
Guillermo R. Pinotti - °Derechos Reservados. Dirección Nacional del Derecho de Autor - Argentina.
Haber nacido en un pueblo del
interior me nutrió de aquellas pequeñas grandes cosas que se convierten en
herramientas indispensables para toda la vida. Pero el tiempo se convierte en
un río torrentoso que va llevando y arrancando todo lo que encuentra en su
camino, nuestros afectos, nuestros seres queridos, nuestras fuerzas para volver
a empezar.
Así, el sol cansino y manso
del otoño, que disfrutaba tirado sobre el pastito seco del patio - durmiendo
una siesta sin horario, se convirtió con mi vejez, mi soledad y mis espacios
desiertos de amigos, en una espera penosa… quien sabe por qué cosa.
Extraño muchos los apretones
de manos, un beso en la mejilla o en la frente y la mano levantada saludando al
pasar, de los que recuerdo todos los días, pero ya no están. Los jóvenes
piensan distinto. Al viejo pocos le dan un abrazo.
Nunca hubiera imaginado en mi juventud -
cuando en la mesa familiar los domingos siempre faltaba una silla para alguno
de los que venían a almorzar - que llegado a mi tercera edad el silencio de la
soledad me aturdiría tanto.
Ya no había más espacio ni tiempo para mí
allí. Busqué otro rumbo. Vendí y regalé todo y me fui a Buenos Aires.
En la madrugada, un bullicio revuelto y
confuso quería entrar por la ventana de mi departamento. Pero es un sonido
indiferente que me ignora y menoscaba, como todo lo que se mueve en la
metrópoli.
Deseaba que Memo, mi gatito
fiel, tropezara con algo en la repisa sobre la que caminaba para que me
sorprendiera y demostrara que estaba vivo. Pero era inútil, parecía que caminaba
sobre el aire y su mirada me traspasaba, haciéndome dudar si realmente me veía…
si realmente existía.
La gran ciudad brinda un beneficioso
anonimato. Nada por aquí y nada por allá. Pero inunda de imprevisibilidad cada
situación vivida. La espontaneidad que caracteriza cada escena, impone un “aquí
y ahora” donde la capacidad para elegir y tirar el ancla a tiempo puede ser
determinante para no ser devorado por una ola de asfalto y cemento.
Pero ese vértigo me gustaba,
me hacía sentir vivo, alerta, expectante y con la sensibilidad suficiente para
percibir que mi sangre corría torrentosa y se arremolinaba en cada latido
cardíaco.
Con ese ritmo transitaban el
amor y el odio, la astucia y la inexperiencia, la vida y la muerte, la
oportunidad y el olvido.
Increíble aliento en mí -
cada mañana propulsaba - el humo tóxico de un tránsito enfermizo, que se mezclaba
con un aroma adictivo a café, en cada bar que cruzaba. Y era aquella una
ilusión, porque al beberlo se disociaba lo que el olfato ofrecía y lo que el
gusto brindaba. Igual que la compañía de miles que, en un ir y venir alrededor,
sorpresivamente al parar en una esquina, se alejaban sin verme y me dejaban solo.
Y la suma de tantas soledades
se transforma en compañía. Mis días sin trabajo y sin hablar con nadie, fueron
multitud cuando - junto a la soledad de
una muchacha perdida en una esquina de San Telmo - el
hambre se convirtió en gula, con el mate y pan tostado que un vagabundo
compartió con nosotros a cambio de un cigarrillo encendido.
La sombra de altos y antiguos
edificios acentuaba la oscuridad del atardecer. Tras las cortinas de pequeñas
ventanas asomaban rostros desdibujados que – algunos, despidiendo los últimos
rayos de sol, y otros dando la bienvenida a la protección de la noche –
cumplían con el ritual de ser testigos de otro día que se iba.
Y poco a poco las calles se tornaban
desiertas. Innumerables bultos de plástico y cartón se esparcían junto a bolsas
y más residuos que - hombres y mujeres, adultos y niños – ubicaban en lugares
estratégicos para ser recogidos por destartalados carros un rato más tarde.
Me detuve en un hueco entre
columnas de una vieja recova. Encendí un cigarrillo para disuadir al frío que
quería acompañarme. Y volví a buscar con
mi vista tras las cortinas de ventanas de viejos balcones. Y allí, desde un
distante e insólito vacío, surgió la mujer que tan solo yo veía. La señora del
balcón rosa, inmersa en la soledad a la que le obligó la muerte, jugaba en un
laberinto intentando poseer todo, arriesgando a no tener nada.
Y entonces comprendí que, tal
como nosotros aquí abajo, rodeada por muchos y aturdida por miles de voces,
transcurrían por la vida sus días de soledad. Agigantada por la soberbia, pagaba en su intimidad el alto precio de
creer solo en su verdad, con el frío de sentirse única, y el olvido del sabor
de las pequeñas cosas, que para ganar potestad, obliga a la distancia.
Ciclotímicas nubes sobre la plaza, jugaban
con una lluvia intermitente y obligaban a muchos que por allí pasaban, a correr
buscando protección. Mientras tanto, un perro vagabundo, sacudía de su cuero la
humedad, y con solo mover su cola regalaba su alegría y mostraba a quienes lo
mirábamos, su bendita libertad.
La señora del balcón, iluminada con la
luz tenue de un velador, corría cada tanto la cortina para ver hacia un lado o
hacia el otro, hasta que la luz de la lámpara se apagaba.
Volví a sentarme cada día a
las seis de la tarde en el mismo banco de la plaza, y el ritual en la ventana
del balcón rosa se repetía. Quise hablarle, decirle que la esperaba, que era un
motivo en mi vida.
Un vidrio espejado roto
tirado junto al cordón en la calle, me sirvió para hacer reflejos con los
últimos destellos de sol de la tarde. Y así como si fuera un milagro, en unos
instantes, desde la ventana una linterna me devolvió rayos de luz. Allí supe
que todavía estaba vivo, que había comenzado a amarla y que ella, quizás
también me quería.
Guillermo R. Pinotti - °Derechos Reservados. Dirección Nacional del Derecho de Autor - Obra Inédita - Argentina.
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