jueves, 1 de enero de 2015

EL BALCÓN ROSA


EL BALCÓN ROSA

Guillermo R. Pinotti - °Derechos Reservados. Dirección Nacional del Derecho de Autor - Argentina.

Haber nacido en un pueblo del interior me nutrió de aquellas pequeñas grandes cosas que se convierten en herramientas indispensables para toda la vida. Pero el tiempo se convierte en un río torrentoso que va llevando y arrancando todo lo que encuentra en su camino, nuestros afectos, nuestros seres queridos, nuestras fuerzas para volver a empezar.
Así, el sol cansino y manso del otoño, que disfrutaba tirado sobre el pastito seco del patio - durmiendo una siesta sin horario, se convirtió con mi vejez, mi soledad y mis espacios desiertos de amigos, en una espera penosa… quien sabe por qué cosa.
Extraño muchos los apretones de manos, un beso en la mejilla o en la frente y la mano levantada saludando al pasar, de los que recuerdo todos los días, pero ya no están. Los jóvenes piensan distinto. Al viejo pocos le dan un abrazo.
  Nunca hubiera imaginado en mi juventud - cuando en la mesa familiar los domingos siempre faltaba una silla para alguno de los que venían a almorzar - que llegado a mi tercera edad el silencio de la soledad me aturdiría tanto.
  Ya no había más espacio ni tiempo para mí allí. Busqué otro rumbo. Vendí y regalé todo y me fui a Buenos Aires.
  En la madrugada, un bullicio revuelto y confuso quería entrar por la ventana de mi departamento. Pero es un sonido indiferente que me ignora y menoscaba, como todo lo que se mueve en la metrópoli.
Deseaba que Memo, mi gatito fiel, tropezara con algo en la repisa sobre la que caminaba para que me sorprendiera y demostrara que estaba vivo. Pero era inútil, parecía que caminaba sobre el aire y su mirada me traspasaba, haciéndome dudar si realmente me veía… si realmente existía.
      La gran ciudad brinda un beneficioso anonimato. Nada por aquí y nada por allá. Pero inunda de imprevisibilidad cada situación vivida. La espontaneidad que caracteriza cada escena, impone un “aquí y ahora” donde la capacidad para elegir y tirar el ancla a tiempo puede ser determinante para no ser devorado por una ola de asfalto y cemento.
Pero ese vértigo me gustaba, me hacía sentir vivo, alerta, expectante y con la sensibilidad suficiente para percibir que mi sangre corría torrentosa y se arremolinaba en cada latido cardíaco.
Con ese ritmo transitaban el amor y el odio, la astucia y la inexperiencia, la vida y la muerte, la oportunidad y el olvido.



Increíble aliento en mí - cada mañana propulsaba - el humo tóxico de un tránsito enfermizo, que se mezclaba con un aroma adictivo a café, en cada bar que cruzaba. Y era aquella una ilusión, porque al beberlo se disociaba lo que el olfato ofrecía y lo que el gusto brindaba. Igual que la compañía de miles que, en un ir y venir alrededor, sorpresivamente al parar en una esquina, se alejaban sin verme y me dejaban solo.
Y la suma de tantas soledades se transforma en compañía. Mis días sin trabajo y sin hablar con nadie, fueron multitud cuando  - junto a la soledad de una muchacha perdida en una esquina de San Telmo -   el hambre se convirtió en gula, con el mate y pan tostado que un vagabundo compartió con nosotros a cambio de un cigarrillo encendido.
La sombra de altos y antiguos edificios acentuaba la oscuridad del atardecer. Tras las cortinas de pequeñas ventanas asomaban rostros desdibujados que – algunos, despidiendo los últimos rayos de sol, y otros dando la bienvenida a la protección de la noche – cumplían con el ritual de ser testigos de otro día que se iba.
Y poco a poco las calles se tornaban desiertas. Innumerables bultos de plástico y cartón se esparcían junto a bolsas y más residuos que - hombres y mujeres, adultos y niños – ubicaban en lugares estratégicos para ser recogidos por destartalados carros un rato más tarde.
Me detuve en un hueco entre columnas de una vieja recova. Encendí un cigarrillo para disuadir al frío que quería acompañarme.  Y volví a buscar con mi vista tras las cortinas de ventanas de viejos balcones. Y allí, desde un distante e insólito vacío, surgió la mujer que tan solo yo veía. La señora del balcón rosa, inmersa en la soledad a la que le obligó la muerte, jugaba en un laberinto intentando poseer todo, arriesgando a no tener nada.
Y entonces comprendí que, tal como nosotros aquí abajo, rodeada por muchos y aturdida por miles de voces, transcurrían por la vida sus días de soledad. Agigantada por la soberbia,  pagaba en su intimidad el alto precio de creer solo en su verdad, con el frío de sentirse única, y el olvido del sabor de las pequeñas cosas, que para ganar  potestad, obliga a la distancia.
     Ciclotímicas nubes sobre la plaza, jugaban con una lluvia intermitente y obligaban a muchos que por allí pasaban, a correr buscando protección. Mientras tanto, un perro vagabundo, sacudía de su cuero la humedad, y con solo mover su cola regalaba su alegría y mostraba a quienes lo mirábamos, su bendita libertad. 
      La señora del balcón, iluminada con la luz tenue de un velador, corría cada tanto la cortina para ver hacia un lado o hacia el otro, hasta que la luz de la lámpara se apagaba.
Volví a sentarme cada día a las seis de la tarde en el mismo banco de la plaza, y el ritual en la ventana del balcón rosa se repetía. Quise hablarle, decirle que la esperaba, que era un motivo en mi vida.
Un vidrio espejado roto tirado junto al cordón en la calle, me sirvió para hacer reflejos con los últimos destellos de sol de la tarde. Y así como si fuera un milagro, en unos instantes, desde la ventana una linterna me devolvió rayos de luz. Allí supe que todavía estaba vivo, que había comenzado a amarla y que ella, quizás también me quería.

Guillermo R. Pinotti - °Derechos Reservados. Dirección Nacional del Derecho de Autor - Obra Inédita - Argentina.


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