CORTÁZAR: LA
INTIMIDAD DEL MAESTRO
Un cronopio en
Chivilcoy - Por Pablo María Sorondo
Hace 66 años, Julio
Cortázar llegó a la ciudad de Chivilcoy para dictar clases en la Escuela Normal.
Sus alumnos recuerdan con cariño las clases que daba durante los recreos.
Romances y conflictos políticos que marcaron su estadía cuando todavía no era
Cortázar, sino Julio, el maestro.
Los alumnos esperan
inquietos. El maestro Juan Pedro Curutchet se había ido. En su reemplazo, un
joven profesor viajó hasta Chivilcoy. Ansiosos por la llegada del nuevo, los
niños examinaron cada rostro desconocido que se acercó al establecimiento. Y en
medio de tal actividad vieron un cuerpo con piernas muy largas, metido adentro
de un prolijo traje azul.
El hombre patilargo
avanzó hacia el salón de clases. A todos les pareció que era un alumno más.
“No, es el profesor nuevo”, corrigió alguien. Ya en el aula, los normalistas
consiguieron verlo mejor: engominado a lo Gardel, pálido, lampiño, aniñado.
Tomó su lugar cerca de una gran ventana.
Se presentó: “Julio
Flogggencio Cogggtázag”. La voz grave, afrancesada, arrastró una erre patinosa
al decir su nombre.
Frente al enorme
edificio de la Escuela Normal, elegante combinación de estilo barroco y
neoclásico, descansa un lugar de ensueño: jardines, fuentes, macetones, bancos
de piedra, mayólicas de Talavera de la Reina.
La plaza España era
entonces mágica. Él la conoció en julio de 1939, cuando llegó a Chivilcoy. El
tren lo trajo de San Carlos de Bolívar, donde había ejercido la docencia en el
Colegio Nacional, entre 1937 y 1939. Bajó en la antigua Estación Norte (hoy
inexistente), a un costado de la Plaza España. Apenas venía cargado: poco
equipaje, un largo sobretodo y su libro de sonetos, “Presencia”, publicado en
1938 con el pseudónimo “Julio Denis” (estampado por la imprenta Plantié y
Cia.).
Tenía entonces 24
años. Tomó el cargo como profesor de ciencias y letras, en las asignaturas
Historia Universal (9 hs.), Geografía (5 hs.) e Instrucción Cívica (2 hs.). El
archivo de la Escuela Normal aún conserva el legajo del profesor Cortázar. Allí
se especifica su remuneración: cobraba $640 pesos moneda nacional por mes.
Señaló Gaspar
Astarita, periodista local, autor de Cortázar en Chivilcoy, que esa suma
equivaldría hoy a dos mil dólares mensuales, “lo que nos hace pensar en el
enorme retroceso que han sufrido la dignidad y los ingresos de un docente en la
República Argentina durante este último medio siglo”.
A principios de
agosto, la mañana del día 8, dictó su primera clase. La comunidad rural (en
especial los alumnos normalistas y los colegas profesores), entendió que estaba
frente a un personaje excepcional: por sus cualidades intelectuales, amplios
conocimientos y desenvoltura didáctica. Se destacó entre los intelectuales del
pueblo y ganó para sí un importante reconocimiento en la vida cultural de
Chivilcoy.
El procurador Carlos
Armado Constanzo, fundador y director del Archivo Literario Municipal, resalta
este aspecto: “Cortázar no se limitó a cumplir sus funciones de docente en las
aulas de la Escuela Normal, sino que en forma casi inmediata trató de
insertarse en el ambiente cultural”.
Quizá más notable
fue la relación que el escritor forjó con sus alumnos. Incluso al dejar
Chivilcoy, en 1944, mantuvo correspondencia con muchos de ellos durante largos
años. En la Escuela consagró un ejemplo de maestro, querido por los
estudiantes, por quienes también él sintió gran afecto. Y con una damita se
encariñó demasiado…
El maestro Julio.
Ahora, después de
seis décadas, los alumnos de Cortázar tienen las caras bien cambiadas. Los años
pasaron, todos crecieron. Y crecieron mucho: la mayoría son abuelos y abuelas.
Están muy dispuestos a conversar sobre el “querido profesor”, a quien siempre
recuerdan, mientras se valen de su nombre ya famoso para declarar alegres que
han sido sus alumnos.
En la Escuela
Normal, entre los cuadros que decoran la pared de una oficina, está enmarcada
la imagen que dibujó el doctor Daniel Pastorino, artista y cirujano de
Chivilcoy, alumno de Cortázar. El doctor la esbozó de memoria para inmortalizar
la postura de Cortázar mientras daba clases: apoyado en el marco de la ventana.
Tal costumbre provocó que un normalista, de apellido Bombelli, pintara con tiza
el contorno de la ventana. El profesor, como siempre, se apoyó. Nadie sabe cómo
reaccionó al descubrir, ya fuera de la clase, la estela blanca sobre su traje
azul.
Lo dice entre risas:
“Me llamaba la atención cuando me hacía pasar al frente… Pastogggino,
Pastogggino, me decía”, recuerda el Dr. Pastorino. Lo tuvo como maestro durante
dos años, en el 39 (Historia Universal) y el 43 (Instrucción Cívica). Da gusto
escucharlo: en su casa de la calle Coronel Suárez, entre el piano y montones de
cuadros y pinturas (propias o de amigos), el ex alumno piensa en su maestro y
olvida el tratamiento oncológico que debe cumplir a causa del cáncer. Su voz
pausada y quebradiza adquiere una alegría juvenil al evocarlo. “Una de las
virtudes que demostró como profesor fue el respeto por el alumno. Tenemos que
agradecerle que en lugar de aportarnos datos nos enseñó a razonar”, reflexiona.
“Cortázar, más que
profesor, fue un gran maestro. Maestro en el sentido real de la palabra, el
magister”, dice María Renée Cura, más conocida como Miné, quien tuvo a Cortázar
entre 1942 y 1944. A pesar de que Miné estaba en la división B, “la más
díscola” (pero también la de mejores calificaciones), tuvo buena relación con
el profesor, quizá por sus intereses afines. Más adelante, Miné trabajará mucho
tiempo junto a Victoria Ocampo, en la Revista Sur.
Cuenta Miné que
Cortázar (a quien apodaron “El Flaco”) les llevaba libros, a veces de él, otras
tomados de la Biblioteca y también algunos prestados por la profesora de
Geografía, Ernestina Iavícoli. Recuerda a Cortázar como una figura delgada,
elegante, armoniosa, de modales correctos. Miné lo interceptaba en los recreos,
casi sedienta, y él continuaba con la lección. Pastorino confirma estas clases
poco ortodoxas: “Terminaba la hora y le pedíamos que siguiera hasta que
empezara la otra. Era extraordinario, accedía sin ningún problema. Y aparte uno
quedaba con ganas de que se hiciera otra hora más. Y muchas veces seguía dando
la clase durante el recreo”.
La señora Adelina
Olivetto, de la promoción 1941, no fue alumna directa, y entonces “lo
aprovechaba desde los recreos, porque él continuaba a veces los temas con sus
alumnos después de las clases”.
Y Sara Ciafardini,
ex alumna de la misma época, concuerda: “Con él no queríamos salir al recreo,
no queríamos terminar la clase”.
Miné relata que
durante el acto de alguna fecha patria, el insurrecto Néstor Mazarello (ex
alumnopreferido- y amigo de Cortázar) tiró al azar un papelito con la ayuda de
una improvisada gomera, de esas que sólo los revoltosos fabrican con una banda
elástica. El disparo impactó en el ojo del profesor y poeta jujeño Domingo
Zerpa (íntimo del escritor), lo que motivó, para éste, un ojo bastante colorado
y de mayor tamaño que el otro; y para los alumnos de tercero B, una fatigosa
indagación de tipo policial. Ante los alumnos (ya complotados de forma tácita)
desfilaron todas las autoridades: el director, la temida vicedirectora y varios
profesores. El secreto se mantuvo. Cortázar entró al salón y explicó, con toda
claridad, el verdadero sentido del compañerismo: “Así como ustedes se
galvanizaron para no delatar al autor de ese “disparo”, el autor tiene que ser
buen compañero y no comprometer al resto”. De inmediato, Néstor se hizo
responsable del papelazo.
Los alumnos nunca lo
vieron fumar. Nunca le vieron el rostro barbudo. Incluso ignoraban su gran
talento como escritor, pero con algunas sospechas. Hacia abril de 1944, a
pedido de la profesora de música, Elcira Gómez Ortiz de Martella, Cortázar
adaptó versos de su autoría al vals “Canción de Cuna”, de Brahms. Esa canción
fue cantada por varias generaciones de alumnos normalistas.
Miné Cura destaca
que ya en 1942 “Cortázar nos enseñaba en clase a descubrir las sutilezas de la
violencia y la trampa ocultas –y no tan ocultas cuando él las ponía en
evidencia- en los dibujos animados”. Una especie de antecesor de Armand
Mattelart, coautor (junto al argentino Ariel Dorfman) de Para leer al pato
Donald.
¿Amoríos con ex
alumnas?
Pareciera que la
Plaza España, tan cercana a la Escuela, está involucrada en los misteriosos
designios del universo: todas las historias convergen en algún punto del paseo.
Y esta que sigue aquí también. Frente a la plaza, del otro lado de la Escuela
Normal, había una sastrería (ahora es un taller de bicicletas), cuyo dueño
tenía dos hijos: Coco y Coca.
Nelly Mabel Martín,
o simplemente, Coca, fue alumna de Cortázar. El mito indica que existió un
romance entre Coca, ya recibida de maestra, y el célebre escritor. Los
normalistas de entonces recuerdan a la joven: “Era hermosa”, “una preciosura”,
“ella no negaba que estaban enamorados”, “nunca existió romance real”, “él no
era correspondido”, “los he visto sentados en la Plaza España, ella con el
guardapolvito, muy bonita”.
Según señala Carlos
Constanzo, director del Archivo Literario Municipal, Cortázar se había
enamorado de esa alumna, pero no recibió la respuesta que esperaba. “Siempre se
rumoreó ese romance. Se sabía pero no se originó ningún escándalo. Era más bien
un amor idílico, platónico”, resume Constanzo.
Cortázar le dedicó
algunos poemas. Primero, envió a su casa versos sin firma, no por cobardía,
sino como una derrota ya asumida: “Si no me hallas en tu sentimiento/de nada
vale que te dé mi nombre”. A Coca está dedicado Plaza España, contigo. También
el Romance de los vanos encuentros, inspirado en las “citas” que mantenían por
la mañana, camino a sus respectivas escuelas. Allí le confiesa: “Me hubiera
gustado ser/(ya te lo dije, ¿recuerdas?)/un colegial con la suerte/de tenerte
como maestra (…) ¡Oh, redimirme de tantas/sonrisas amarillentas/en la infinita
sonrisa/que viertes de tu belleza!”. Al pie de la hoja mecanografiada en la que
entrega este romance, Cortázar garabateó: “¿Me perdonas esta tontería
sentimental?”.
Daniel Pastorino era
vecino de Coca. “Una hermosa mujer, gran nadadora. Era muy frecuente que
viniera a casa, porque éramos de los pocos que tenían teléfono”, dice el
doctor, quien también sostiene que fue un romance platónico, pues nunca se
comprobó nada más allá de la relación romántica que todos conocieron. “Recuerdo
que siempre iban a caminar por la Plaza España, y entonces él la esperaba en la
esquina de mi casa, justamente. Y de ahí iban caminando, charlando, pero nunca
más que eso”, comenta Pastorino.
Coca dejó Chivilcoy
en 1944, meses antes de que se fuera Cortázar. No hubo despedida, pero sí
posterior contacto epistolar.
También algunos
insinúan la posible aventura con la profesora de Geografía, Ernestina Iavícoli.
“Era una mujer muy culta. Tengo entendido que era una de las mujeres más cultas
de esa época. Era una señorita linda”, la describe Nélida Rigone, ex alumna de
la Escuela Normal. Mira hacia arriba, desvía ligeramente los ojos hacia la
izquierda: “Me parece ver la figura de ella. Se los veía pasear en los recreos,
siempre conversando juntos. Nosotras ya nos habíamos hecho la novela, queríamos
que fueran novios”.
Miné Cura cree que
tales historias surgieron con el cotilleo acumulado durante años: “Es muy de
los pueblos, es suficiente con que los hubieran visto dos o tres veces
charlando, dando una vuelta en la plaza, conversando de los temas comunes… Puro
chisme”, sentencia.
Sin embargo, años
después, al volver de Francia, Cortázar quemó una novela de su autoría titulada
Soliloquio. Era la historia de un profesor muy culto que se había enamorado de
una alumna.
Últimos días en
Chivilcoy
Ya estaba decidido.
Tal vez por abundancia de chismes, agresiones y ciertos hostigamientos, el
profesor resolvió buscar nuevos rumbos y dedicarse a la enseñanza literaria. El
4 de julio de 1944, Cortázar dictó su última lección.
Según se indica en
el Legajo de la Escuela Normal, el 31 de aquél mes, el Ministerio de
Instrucción Pública determinó “conceder licencia, sin goce de sueldo, desde el
5 del actual hasta el 31 de diciembre próximo”. En ese momento, Julio se
encontraba en los pagos andinos, como lo prueba una carta (fechada el 18 de
julio de 1944) enviada a su amigo Pedro Sasso: “Ya sabrá usted a qué he venido
a Mendoza. Naturalmente esto es interino hasta diciembre, ya que las cátedras
universitarias deben proveerse por concurso. Ignoro aún si tendré alguna
esperanza de ganarlos (razones de orden político me lo hacen dudar
seriamente)”.
“Él tenía su
formación ideológica, pero se mantuvo al margen, quizás conduciéndose con bastante
prudencia para evitar cualquier situación de conflicto”, comenta Carlos
Constanzo sobre la relación que mantuvo Cortázar con la realidad política.
Su pensamiento
contrario al populismo Peronista (y también al nacionalismo -a menudo con “z”-
vigente en esa época. Los ex alumnos sostienen que, pese a sus ideas, tendidas
hacia la izquierda, jamás llevó el partidismo a las aulas. “La vicedirectora lo
espiaba y escuchaba para ver si lo podía pescar haciendo política, pero nunca
lo hizo”, defiende Sara Ciafardini.
Aún así, las
insólitas acusaciones llegaron. En una carta a su amiga Mercedes Arias,
Cortázar lo cuenta con gracia: “Los grupos nacionalistas locales me lanzaron
una bruloteada salvaje, y cierta vez que volvía yo inocentemente como de
costumbre, a hacerme cargo de mi curso, amigos fieles me avisaron que se me
acusaba (‘vox populi’) de los siguientes graves delitos: a) escaso fervor
gubernista; b) comunismo; c) ateísmo. ¿Fundamentos? De a): que mis clases
alusivas a la revolución habían sido altamente frías, llenas de reticencia y
reservas; de b): quien incurre en a), entonces es b)” (21 de abril de 1945).
El fundamento de c)
tiene que ver con un incidente crítico, producido en la Escuela, durante la
visita del entonces obispo de Mercedes, Anunciado Serafini. “Los profesores
pasaban y besaban el anillo. Cortázar pasó y le dio la mano, no le besó el
anillo. ‘¿Usted es alumno?’, le preguntó Monseñor. ‘No, profesor’, contestó
Cortázar”, y ahí, dice Sara, el grupo “pacato” de Chivilcoy lo tildó de comunista
y ateo.
Ganó por concurso
las cátedras de Literatura Francesa y Literatura de la Europa Septentrional, en
la Universidad de Cuyo. Sin embargo, allí también se verá comprometido por
mantener un pensamiento desacorde con el gobierno, y terminará involucrado en
una toma de Facultad. Y luego de estar preso cinco días, “antes de que me
echasen, renuncié”, escribió Cortázar.
Pronto se despediría
del pueblo. En la edición correspondiente al 6 de julio de 1944, el diario La
Razón dio cuenta de la noticia y fue premonitorio al augurarle un gran futuro,
aunque no apostó al escritor, sino al profesor: “Si Chivilcoy otorgase
ciudadanía, debería otorgarla en este caso, para que cualquiera sea el vuelo
que prosiga el profesor Cortázar en su carrera –vuelo que será alto como el que
ya lo está siendo- no se sienta nunca desvinculado de esta ciudad, cuya Escuela
Normal y cuyas instituciones culturales será siempre su hogar”.
Fue reemplazado por
el doctor Elías Ballester y el profesor Alcibíades Roldán. “Un día estábamos
con una profesora a la que le poníamos la cara nada más, con una materia de la
que es mejor olvidarse, y vimos pasar a Cortázar. ‘¡El Flaco, el Flaco!’”,
recuerda Miné Cura, la última aparición del escritor en la Escuela. Aquella
tarde, unos 90 normalistas fueron a tomar helados con Cortázar. A pesar de su
insistencia, no le permitieron pagar. “Se fue al día siguiente y ya no lo
vimos”, siguió Miné.
Pero una semana más
tarde, recibió un gran paquete de su maestro. Lo abrió de inmediato, ansiosa.
“Ustedes fueron muy amables conmigo y yo quiero retribuir esa atención”, decía
la carta de Cortázar, enviada junto con dos enormes cajas de chocolates. El
mensaje, escrito a máquina, finaliza: “Como son muchos, elegí bombones, porque
son dulces como debe serlo la memoria de un amigo”.
Sobre una mesa del
café La Pampa, frente a la plaza principal de Chivilcoy, las ex alumnas
saborean aquellas golosinas en su memoria. Y al pie de la carta, escrito a
mano: “¿Alcanzarán?”
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