MALDITO ALBAÑIL
No había necesidad de remodelar la toilette del
primer piso. Pero mi anciana tía Rosita encontraba motivaciones y proyectos
para su vida haciendo arreglos uno tras otro. Convivir con ella era tranquilo,
pero debía adaptarme a sus gustos; la casa no era mía.
Llegué una tarde, y un tal José Cabañas acababa de
cerrar trato con tía para el trabajo de albañilería. No me cayó bien a primera
vista. Nos cruzamos en el pasillo de entrada y, sin saludo de por medio, siguió
conversando con Rosita, ignorándome por completo.
Dejé mi saco en el perchero y esperé ansioso que
tía regresara del living para preguntarle detalles.
-¿Este tipo es el albañil?
-Sí, lo recomendó don Antonio, el almacenero de la
esquina.
-¿Le preguntaste bien cómo trabaja?
-Don Antonio no me va a mandar a ningún
improvisado, nos conocemos hace años.
-Es cierto -contesté-, pero vale tener en cuenta
que hoy con la desocupación que hay, cualquiera para quitarse el hambre agarra
una cuchara y un martillo y se presenta como maestro mayor de obras.
-¡No seas desconfiado! -exclamo tía y, pasándome la
mano sobre la espalda, intentó darme confianza.
Me senté en una silla mirando el piso. Mi actitud
pensativa y desconfiada hizo que Rosita, con una sonrisa inicial, continuara
explicándome:
-Te gustará cuando termine. Ya tengo comprados los
materiales y los cerámicos nuevos. Me dijo que en quince días termina todo.
-¿Y la mano de obra qué costo tiene? -pregunté
ansioso.
-A mi edad el dinero tiene un sentido diferente,
sobrino. Quiero darme los gustos que puedo. Me pasó un presupuesto de cuatro
mil pesos y creo que podré pagarlos sin problemas.
No pude soportar aquello. Comencé a indisponerme.
Un calor horrible subió por mi cara y mis orejas las sentía como entre llamas.
El estómago se me contraía y me esforzaba para que las horribles náuseas no se
convirtieran en apestosos vómitos. ¡En quince días aquel operario, calificado
por el almacenero de la esquina, ganaría lo que yo consigo en dos meses como
administrador de empresas! Allí comenzó mi odisea.
Día a día, la casa entera pasó por terremotos,
maremotos y tsunamis. Sin tener en cuenta el placard con mi ropa, mis libros y
documentos, el equipo de música ni la computadora, el polvo y salpicaduras de
cal llegaron hasta el último rincón sin que aquel hombrecito constructor
tuviera el mínimo registro de aquel daño.
Tenía que hacer algo. Un día esperé que llegara y
preparara aquella pasta maldita de cemento y arena. Subió con dos baldes por la
escalera hasta el primer piso y, cuando menos lo esperaba, con un empujón suave
pero preciso, lo hice estrellar contra el piso sobre el plastrón de material.
Después de corcovear como rana en un sartén un rato, dejó de moverse ahogado
cabeza abajo.
El cemento, al fin, no es más que una forma de
polvo, y si del polvo venimos, al polvo vamos.
Chivilcoy, 2012
Copyright © Guillermo
Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos
reservados.
ISBN:
978-987-33-2139-9
Supervisión editorial:
María del Valle Grange.
Hecho el depósito que
fija la Ley 11.723.
Impreso en la
Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer
(Chivilcoy), 2012.
grpinotti.letrasycuentos@yahoo.com.ar
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