Quizás sea cierto
La casa de pensión era modesta. Una
antigua casona con un zaguán que se prolongaba en un delgado pasillo reformado,
iba dejando a derecha e izquierda las habitaciones que ventilaban a un patio de
invierno central que funcionaba como living, comedor, confesionario y lugar de
abrigo para encuentros de variadas naturalezas. Un seguro candado y una cadena
gruesa envolvían las rejas del portón de entrada pasando por un agujero del
vidrio roto, garantía única para nuestras ideas que, en épocas de estado de
sitio, nos daba derecho a nuestra libertad de reunión.
Los sábados por la noche se prolongaban
hasta la madrugada del domingo envueltos en improvisadas tertulias. El arte y la
bohemia de algunos, incentivados por el humo y el vino compartido, acompañaban
alegrías, tristezas, nostalgias, esperanzas y relatos que venían para quedarse
en la memoria de aquellas paredes y en la conciencia de cada uno de nosotros.
Escapando a las espinas de las
realidades cotidianas, aterrizaban relatos de verdad incierta. El de la mujer
luminiscente es uno de ellos, historia que con diferentes versiones circulaba
entre los estudiantes de aquella época.
***
Cecilia Gamarra era una joven solitaria,
de poco trato social, pero servicial cuando sus compañeros le solicitaban
ayuda. Siendo estudiante se desempeñaba como ayudante de cátedra y deslumbraba
en álgebra y análisis matemático. Tanto en clases teóricas como prácticas, sus
profesores quedaban maravillados por su inteligencia y rapidez en la resolución
de los ejercicios. El licenciado Giménez, admirador de la destreza de la
alumna, repetía una y mil veces el juego de plantearle problemas a resolver y
el tiempo en que Cecilia los resolvía. Expuesto un planteo en el pizarrón, el
profesor se ponía de espaldas, caminaba quince pasos hacia el fondo del salón
y, al girar, increíblemente la ecuación ya estaba resuelta.
Llamativamente, la alumna usaba números,
letras y fórmulas conocidas que alternaba con signos y trazos de su propia
invención
y que describía como “ayudamemoria”. Lo
cierto era que el resultado final siempre era el correcto.
La encrucijada para el licenciado
Giménez era no poder aprobarla, pues se le exigía el método de desarrollo
tradicional y de razonamiento lógico, que la alumna también desarrollaba a la
perfección en un tiempo promedio habitual.
Laura y Julián, compañeros de cátedra,
se acoplaron a Cecilia para realizar un trabajo en equipo. Se reunieron en el
departamento de ésta y, para beneficio de los primeros, la agilidad mental de
Cecilia facilitaba todo tipo de escollos.
En un momento dado, Cecilia dijo
sentirse agotada, indispuesta. Pidió permiso, con la educación que la
caracterizaba, y se dirigió a su dormitorio. Sus compañeros de estudio
continuaron con la tarea. Al pasar alrededor de media hora se inquietaron por
la demora de Cecilia. Laura se acercó a la habitación y, luego de llamar sin
respuesta, abrió lentamente la puerta. Un escalofrío corrió por su cuerpo al
ver a Cecilia suspendida en el aire sobre la cama, rodeado su cuerpo por una
luminiscencia entre azulada y blanquecina que encandilaba.
Ni Laura ni Julián pudieron guardar en
secreto aquella experiencia, que comentaron al día siguiente entre un grupo de
compañeros.
Y desde entonces, en un misterio que
todavía inquieta cuando se invoca este recuerdo, nadie más supo qué fue de Cecilia,
de Laura y de Julián, quienes se desvanecieron para siempre luego del fin de
semana siguiente al hecho, y entraron en la nebulosa de desapariciones
extraterrestres, junto a las penosas y reales a las que el infierno diario nos
tenía acostumbrados.
***
Otro relato que circulaba por entonces
era la anécdota de una experiencia paranormal, ocurrida al profesor doctor Aldo
Rossegger, jefe de cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina.
Su prestigio profesional no lo apartó
nunca de sus hábitos y costumbres de siempre. Vivía en su casa paterna y, como
en sus épocas de estudiante, disfrutaba a sus setenta años de caminar hasta la
parada de ómnibus cada mañana y viajar junto a otros trabajadores y a algunos
de sus alumnos hasta la puerta de la facultad. Un día subió al colectivo y, al
tomar asiento, percibió que frente a él un hombre de traje negro lo miraba en
forma insistente. Llevaba un maletín que apoyaba sobre sus rodillas y jugaba con
los dedos índices de sus manos tamborileando sobre el mismo.
Rosseger, intrigado por la actitud de su
casual acompañante, inclinándose hacia adelante y en voz suave le dijo:
-Si usted me permite, creo intuir que
nos conocemos, pero no recuerdo de dónde ni tampoco su nombre.
-No me conoce a mí, doctor Rosseger,
pero yo sí a usted y también su trayectoria de vida.
Acostumbrado al reconocimiento público
derivado de su trabajo, Rosseger no dio importancia a la respuesta del
desconocido. Pero el diálogo tomó matices intrigantes cuando el hombre de traje
negro giró el maletín, lo abrió y, dejando ver atados de dólares que llenaban
todo su espacio interior, ofreció los mismos al profesor en una confusa
propuesta:
“Quienes me envían y yo sabemos de su
vida honrada, por eso sería bueno que tome este dinero y lo aplique a sus
estudios y a lo que considere una obra de bien comunitario. Donde yo voy esto
ya no me sirve. Tome a su cargo darle el destino que crea conveniente.”
Boquiabierto y sorprendido, el profesor
pensó en instantes en las más descabelladas posibilidades: ¡quizás era un
asaltante prófugo que perseguían y quería desprenderse del maletín; o tal vez
eran billetes falsos provenientes del narcotráfico o quién sabe qué otra cosa
extraña!
Asustado pero con actitud firme,
agradeció pero rechazó el ofrecimiento. El desconocido lo miró fijo unos
segundos, se levantó y se dispuso a bajar en la siguiente parada. Rosseger
siguió su recorrido con la mirada y, al traspasar la puerta plegadiza del
vehículo, la figura del hombre del maletín desapareció ante su vista.
Pocos años después, la enfermedad de
Alzheimer ganó en Rossenger una nueva batalla, y aquella historia fantástica
opacó la certidumbre que a su inicio había tenido.
Me contaron que sobre el escritorio que
fuera del doctor Aldo Rossenger, todavía descansa como adorno la calavera que
tenía grabado en su frente: “Fui lo que tú eres; serás lo que yo soy".
***
Chivilcoy, 2012
Copyright © Guillermo
Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos
reservados.
ISBN:
978-987-33-2139-9
Supervisión editorial:
María del Valle Grange.
Hecho el depósito que
fija la Ley 11.723.
Impreso en la
Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer
(Chivilcoy), 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario