jueves, 1 de enero de 2015

QUIZÁS SEA CIERTO - CUENTO




Quizás sea cierto

La casa de pensión era modesta. Una antigua casona con un zaguán que se prolongaba en un delgado pasillo reformado, iba dejando a derecha e izquierda las habitaciones que ventilaban a un patio de invierno central que funcionaba como living, comedor, confesionario y lugar de abrigo para encuentros de variadas naturalezas. Un seguro candado y una cadena gruesa envolvían las rejas del portón de entrada pasando por un agujero del vidrio roto, garantía única para nuestras ideas que, en épocas de estado de sitio, nos daba derecho a nuestra libertad de reunión.
Los sábados por la noche se prolongaban hasta la madrugada del domingo envueltos en improvisadas tertulias. El arte y la bohemia de algunos, incentivados por el humo y el vino compartido, acompañaban alegrías, tristezas, nostalgias, esperanzas y relatos que venían para quedarse en la memoria de aquellas paredes y en la conciencia de cada uno de nosotros.
Escapando a las espinas de las realidades cotidianas, aterrizaban relatos de verdad incierta. El de la mujer luminiscente es uno de ellos, historia que con diferentes versiones circulaba entre los estudiantes de aquella época.
***


Cecilia Gamarra era una joven solitaria, de poco trato social, pero servicial cuando sus compañeros le solicitaban ayuda. Siendo estudiante se desempeñaba como ayudante de cátedra y deslumbraba en álgebra y análisis matemático. Tanto en clases teóricas como prácticas, sus profesores quedaban maravillados por su inteligencia y rapidez en la resolución de los ejercicios. El licenciado Giménez, admirador de la destreza de la alumna, repetía una y mil veces el juego de plantearle problemas a resolver y el tiempo en que Cecilia los resolvía. Expuesto un planteo en el pizarrón, el profesor se ponía de espaldas, caminaba quince pasos hacia el fondo del salón y, al girar, increíblemente la ecuación ya estaba resuelta.
Llamativamente, la alumna usaba números, letras y fórmulas conocidas que alternaba con signos y trazos de su propia invención
y que describía como “ayudamemoria”. Lo cierto era que el resultado final siempre era el correcto.
La encrucijada para el licenciado Giménez era no poder aprobarla, pues se le exigía el método de desarrollo tradicional y de razonamiento lógico, que la alumna también desarrollaba a la perfección en un tiempo promedio habitual.
Laura y Julián, compañeros de cátedra, se acoplaron a Cecilia para realizar un trabajo en equipo. Se reunieron en el departamento de ésta y, para beneficio de los primeros, la agilidad mental de Cecilia facilitaba todo tipo de escollos.
En un momento dado, Cecilia dijo sentirse agotada, indispuesta. Pidió permiso, con la educación que la caracterizaba, y se dirigió a su dormitorio. Sus compañeros de estudio continuaron con la tarea. Al pasar alrededor de media hora se inquietaron por la demora de Cecilia. Laura se acercó a la habitación y, luego de llamar sin respuesta, abrió lentamente la puerta. Un escalofrío corrió por su cuerpo al ver a Cecilia suspendida en el aire sobre la cama, rodeado su cuerpo por una luminiscencia entre azulada y blanquecina que encandilaba.



Ni Laura ni Julián pudieron guardar en secreto aquella experiencia, que comentaron al día siguiente entre un grupo de compañeros.
Y desde entonces, en un misterio que todavía inquieta cuando se invoca este recuerdo, nadie más supo qué fue de Cecilia, de Laura y de Julián, quienes se desvanecieron para siempre luego del fin de semana siguiente al hecho, y entraron en la nebulosa de desapariciones extraterrestres, junto a las penosas y reales a las que el infierno diario nos tenía acostumbrados.

***

Otro relato que circulaba por entonces era la anécdota de una experiencia paranormal, ocurrida al profesor doctor Aldo Rossegger, jefe de cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina.
Su prestigio profesional no lo apartó nunca de sus hábitos y costumbres de siempre. Vivía en su casa paterna y, como en sus épocas de estudiante, disfrutaba a sus setenta años de caminar hasta la parada de ómnibus cada mañana y viajar junto a otros trabajadores y a algunos de sus alumnos hasta la puerta de la facultad. Un día subió al colectivo y, al tomar asiento, percibió que frente a él un hombre de traje negro lo miraba en forma insistente. Llevaba un maletín que apoyaba sobre sus rodillas y jugaba con los dedos índices de sus manos tamborileando sobre el mismo.
Rosseger, intrigado por la actitud de su casual acompañante, inclinándose hacia adelante y en voz suave le dijo:

-Si usted me permite, creo intuir que nos conocemos, pero no recuerdo de dónde ni tampoco su nombre.

-No me conoce a mí, doctor Rosseger, pero yo sí a usted y también su trayectoria de vida.

Acostumbrado al reconocimiento público derivado de su trabajo, Rosseger no dio importancia a la respuesta del desconocido. Pero el diálogo tomó matices intrigantes cuando el hombre de traje negro giró el maletín, lo abrió y, dejando ver atados de dólares que llenaban todo su espacio interior, ofreció los mismos al profesor en una confusa propuesta:

“Quienes me envían y yo sabemos de su vida honrada, por eso sería bueno que tome este dinero y lo aplique a sus estudios y a lo que considere una obra de bien comunitario. Donde yo voy esto ya no me sirve. Tome a su cargo darle el destino que crea conveniente.”
Boquiabierto y sorprendido, el profesor pensó en instantes en las más descabelladas posibilidades: ¡quizás era un asaltante prófugo que perseguían y quería desprenderse del maletín; o tal vez eran billetes falsos provenientes del narcotráfico o quién sabe qué otra cosa extraña!

Asustado pero con actitud firme, agradeció pero rechazó el ofrecimiento. El desconocido lo miró fijo unos segundos, se levantó y se dispuso a bajar en la siguiente parada. Rosseger siguió su recorrido con la mirada y, al traspasar la puerta plegadiza del vehículo, la figura del hombre del maletín desapareció ante su vista.
Pocos años después, la enfermedad de Alzheimer ganó en Rossenger una nueva batalla, y aquella historia fantástica opacó la certidumbre que a su inicio había tenido.
Me contaron que sobre el escritorio que fuera del doctor Aldo Rossenger, todavía descansa como adorno la calavera que tenía grabado en su frente: “Fui lo que tú eres; serás lo que yo soy".

***



Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-987-33-2139-9
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.

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