Luis
se enteró del extraño episodio ocurrido a un compañero de trabajo por la radio
del pueblo, mientras desayunaba. Por ese motivo salió unos minutos antes de su
casa, ansioso por conocer los detalles del caso. Entró en la oficina de la
remisería y la operadora del teléfono, Clarisa, se anticipó antes de que
preguntara:
-¿Supiste
lo que pasó con Alcides?
-Hace
unos minutos escuché en la radio. Contame vos.
-Tomó
su turno anoche, tranquilo, como siempre. Le sale un viaje a un domicilio
frente al cementerio. Era una mujer de unos cincuenta años, según dijo. Llega,
le paga y le dice que la espere. Sorprendentemente, la señora cruza hacia el
cementerio y al llegar a la pared la atraviesa y desaparece.
-¡Ese
cuento es viejo! Lo único que me intriga es qué busca Alcides contando esto.
-Es
un tipo serio. No me imagino que invente una historia así.
-Se
habrá chiflado el pobre -aventuró Luis.
Clarisa
frunció el ceño ante su descreimiento. No pensaba de la misma manera, tanto por
conocer desde mucho tiempo atrás a Alcides, como por sus convicciones acerca de
cuestiones paranormales.
-Mirá,
Luis, hay cosas que ocurren y no tienen explicación lógica para nosotros, pero
existen… algo hay…
-¡Dejá
de joder!
-A
mí me pasó algo parecido -atestiguó la mujer-. Hace un año mi hija menor,
Romina, estaba con fiebre y no paraba de llorar. Crucé al almacén frente a mi
casa para comprar aspirinas. Comenté esto a Simón, el empleado. Me escuchó con
interés especial y me dijo que él podía curarla si yo le daba autorización. Le
dije que sí, no perdía nada. Pidió el nombre completo de la nena y fecha de su
nacimiento. Cuando llegué a casa, aunque vos no lo creas, Romina estaba jugando
con el perro en el patio y la fiebre había desaparecido.
-Pero
ese argumento, aunque sea real, no tiene mucho que ver con la historia de
Alcides -cuestionó Luis.
-Falta
una parte -continuó Clarisa-. Al día siguiente fui a agradecerle a Simón y me
contó que desde pequeño había descubierto que podía curar, pero que no comentó
esto a muchos ni lo practicaba asiduamente. Me habló del bien y del mal y de
una dimensión distinta a la nuestra.
Luis
escuchaba sin moverse, atento, para que no se le escapase ninguna mueca que
pareciera una burla. Encendió un cigarrillo y convidó otro a su compañera,
presta a seguir contando:
-Por
entonces mis cosas no andaban bien: problemas económicos, había chocado el auto
y, en casa, cuando no se llovía el techo se rompía el calefón o se quemaba la
heladera. Quizás por necesidad o porque Simón me inspiró confianza, le conté
esto. Me habló de su cambio en la vida desde que descubrió su don para hacer el
bien, de la existencia de “seres de luz” que lo acompañan y que todos podemos
tener si nos disponemos a ello. En fin… me hizo bien lo que me decía. Propuso
venir a curarme la casa y acepté.
Saliendo
desde atrás de la mampara de machimbre que dividía el habitáculo, se sumó a la
conversación Felipe, que intentaba descansar en un catre improvisado. Sin decir
palabra alguna, había seguido desde el inicio la plática entre sus compañeros.
Acomodó la camisa debajo del pantalón ajustando el cinto y se sentó en el
último banquito maltrecho que había y siguió entusiasmado el relato.
Con
expresión seria, Clarisa se extendió en su confidencia:
-Simón
fue puntual el día prometido para la visita. Al entrar hizo un movimiento
tambaleante, se detuvo y dijo: “Acá hay seres fuera de su dimensión adecuada.
Vamos a ayudarlos a que reconozcan su estado y descansen tranquilos”. Pidió una
vela, la prendió y, casi inmediatamente se apagó como si alguien la hubiera
soplado. Mi perro Quico salió corriendo hacia el patio espantado y aullaba como
cuando escucha la sirena de los bomberos.
Después
desparramó incienso y con un rezo terminó la sesión. Aunque no lo crean...
¡cambió mi suerte y mi humor también! Por eso les decía… hay cosas que no
tienen explicación terrenal.
Luis
y Felipe se miraron, y el segundo mostró su escepticismo:
-Perdón,
Clarisa… pero me cuesta creer todo esto.
Se
abrió de pronto la puerta e ingresó una clienta. Tapaba su cabeza y espalda un
nylon negro, a modo de capa, para resguardarse de la lluvia que había
comenzado.
-Necesito
un coche… voy a la Avenida de los Fundadores casi hasta Ruta 30… pasando el
cementerio.
Clarisa
lo miró a Felipe y cabeceó indicándole que era su turno. Sin vueltas ni rodeos,
éste se dirigió a la clienta con un consejo escurridizo, inspirado por la
incertidumbre que antecede al miedo:
-¡La
llevo encantado, señora! Pero le conviene el colectivo local, que pasa en diez
minutos y resulta más económico…
Chivilcoy, 2012
Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-987-33-2139-9
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.
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