jueves, 1 de enero de 2015

MUJER FANTÁSTICA - CUENTO


Mujer fantástica

 En aquel pequeño departamento de estudiantes no había mucho espacio, pero cada cosa que se debía acomodar, se ubicaba de alguna manera; y toda alma errante que buscaba apoyo, se contenía.
Siete de la mañana; con el mate recién preparadito, Sebastián intentó despertar a Rudi:

-¡Levantate, canalla! ¡Hace una hora que te espero para empezar
a leer un poco y ni siquiera intentaste un amague!

-¡No grités, que despacio voy... despacio voy! -respondió con esfuerzo y resignación Rudi.

-Acordate que mañana tenemos el parcial y nos falta una pila -intentó hacerle comprender mientras le alcanzaba el primer mate.

-Es que anoche no pude pegar un ojo, Seba, ¡fue una locura! ¡Esta mina del tercero me va a matar!

-¿No me digas que se te dio con Moni?

-¡Nada de eso, Sebita! -replicó Rudi mientras caminaban hacia el comedor-. ¡Si hubiera sido así, ahora estarías afuera esperando y el parcial que se vaya al carajo!... Lo que no me dejó dormir fue la fiestita que se dieron, como las de siempre, y esos gemidos de goce interminables, “aaahá, a, a, a, ahaaá”, y ¡qué sé yo cuánto, viste!... Se oye todo y me vuelvo loco.

-Rara esa mina, ¿no, Rudi?, un físico infartante, vive sola, nadie sabe qué hace, empilcha como una diosa y después de todo es buena vecina: nos ha prestado azúcar, yerba; es amable, saludadora...

¿Qué edad le das, che?

-Treinta y dos... por ahí.

-Sí, más o menos, unos diez más que nosotros. Vos, Rudi, que vivís acá, tenés que haber visto en alguna oportunidad quién la frecuenta, qué horarios maneja...

-Mirá, loquito, canto la posta. En un día normal para ella, sale a eso de las seis y media de la mañana. Cuando estoy levantado o despierto en la cama, escucho cuando cierra la puerta y empieza a bajar las escaleras taconeando. Los ratones juro que se me piantan, se abrazan entre ellos, cantan, juegan a la rayuela, ¿vos viste el cuerpito que tiene?, delira a cualquiera. Sumale a toda esta fantasía que es una mina macanuda, sencilla en el trato de vecina; y ¡encima cocina bárbaro!

-Si no me estás verseando, es la mujer perfecta -añadió sorprendido
Sebastián.

-Puede ser -respondió Rudi-, pero así como está... en su casita. El domingo pasado a eso de las once y media suena el timbre, era ella. Nos pidió un poquito de aceite de oliva.

-¡Me imagino que le dieron! -dijo entusiasmado Sebastián.

-¡No teníamos! Pero mientras yo la chamuyaba en la puerta para hacer tiempo, Enrique saltó por la ventana trasera a la cochera y fue a comprar al supermercado de la esquina. Subió por el mismo lugar y le dimos un poco en una taza para disimular. ¡Quedamos como reyes! Y como si eso fuera poco, al rato nos trajo dos porciones de fideos con estofado... ¡Espectacular!

-Sí, Rudi, pero eso del estofado le quita erotismo al asunto.

-¡Decís eso porque no la viste ese día! Hasta esa voz dulce que tiene... te hipnotiza. Cuando se fue la imaginábamos con Enrique, con delantal cortito con dibujitos de hortalizas y abajo ¡nada!

***
Sonó el portero eléctrico para darle un recreo para la fantasía. Era Enrique, que se sumaba para estudiar. Sebastián se anticipó y se aprestó a recibirlo.

-¡Rudi, arreglá ese mate que yo bajo a abrirle! -dijo, acomodando
los libros sobre la mesa.

***
Al salir del departamento hacia el pasillo quedó tieso, sorprendido. Moni venía subiendo la escalera, próxima al primer descanso. Desde arriba, Sebastián recorría lentamente la figura de la mujer. Primero comenzó por sus pechos turgentes, que parecían querer escapar por el escote de la camisa blanca; siguió por su cuello, dorado por el sol; y luego fijó la mirada en sus ojos verdes, que contrastaban con la cabellera negra recortada a la altura de los hombros.
-Hola, Negri, ¿cómo estás? -saludó Moni, disponiéndose a girar para subir la escalera hacia el tercer piso.

-Bien, bien… todo bien -sólo pudo responder Sebastián, inmerso en el placer de seguir recorriendo con su mirada, ahora desde abajo, el cuerpo de la mujer: sus pies pequeños, calzados en sandalias altas; las piernas largas, delgadas, doradas, fibrosas... y más arriba una minifalda negra muy corta que al andar trepaba por los glúteos, hasta que Moni, sincronizado el movimiento de sus manos, hacía que volviese a su lugar.

-¡Qué pasa, Seba! -gritó a modo de saludo Enrique.

-¡Ah!, ya subiste, te iba a abrir.

-Estaba abierto. Traje unas facturas.

-Bueno, me parece que vamos a seguir de recreo -murmuró como para sí mismo Sebastián-. Entremos, que Rudi está preparando el mate.
***
Desayuno de media mañana entre los tres; el tema de conversación siguió siendo Moni. Sebastián no terminaba de contar nunca su primer encuentro cercano con la hermosa y misteriosa dama; y ahora Enrique, que frecuentaba más el departamento de Rudi, hacía su aporte:

-Lo más raro, muchachos, es que aparece y desaparece como por arte de magia. Nunca la vimos acompañada, o que la traiga alguien en auto o algo así, ¿viste? El gordo del mercado contó que estudia ingeniería y trabaja en una oficina, pero bien no sabe.

- Entonces ¿cómo explican lo de las fiestitas que ustedes han escuchado? En esas ocasiones tienen que haber visto entrar o salir a alguien -cuestionó confuso Sebastián.

-Yo nunca -afirmó Rudi.

-Jamás -aseveró Enrique-, y ya hace un año que se mudó a este edificio.

Pensamiento o reflexión de por medio, Sebastián, sin hablar, quitó las migas de las facturas que habían quedado sobre la mesa, volvió a acomodar los libros a modo de invitación al estudio, y así, los tres se volcaron lentamente a la tarea que esa mañana los había convocado.
***
Después de un continuado de toda la tarde, esmerada tarea para aprobar el parcial, entrada la noche se dio lugar a la cena. Al rato, tres porciones de pizza quedaron como testigos de la ingesta, y luego, un té reconfortante.
***
El reloj marcaba las 23.30 cuando algunos ruidos, como de muebles que se corren, vinieron desde arriba.
-¡Ahí empezó! Hoy vos también sos testigo -le dijo Rudi a Sebastián-;
preparate, que empieza la función.

Todos, sin hablar, tratando de oír hasta el mínimo detalle, intentaban adivinar lo que en el departamento de Mónica ocurría. Sebastián, el más concentrado, oía fascinado el traqueté-traqueté-traqueté, acompañado de profundos gemidos orgásmicos. Una pequeña pausa, y otra vez los gemidos de placer, con otra música de fondo: tracán-tracán, tracán-tracán, minutos, largos minutos.

-Hacete unos mates, Enrique -pidió Rudi-, pero tipo tereré, frío, viste, a ver si me calma un poco. Yo me voy a acostar, así me levanto de madrugada a pegar una repasada a los temas. A las nueve tenemos que estar en la facultad.

Enrique siguió en la decisión a Rudi y, luego de compartir unos mates, se dirigieron a la habitación agotados y vencidos por el sueño. Sebastián, el que marcaba el orden dentro del grupo, luego
de lavar la vajilla, prefirió seguir leyendo.
***
Silencio y frío. Al mirar por la ventana ,ya se veía la primera claridad de la madrugada. Sebastián hizo un alto en su tarea, calentó agua para un té y pensó en gratificar su estómago con una de las porciones de pizza que habían quedado; las puso a calentar en una planchuela eléctrica.
Sentado en una silla, orientó su pensamiento al último episodio de Mónica, y no encontró forma de relacionar su aparente soledad con la experiencia vivida. El cansancio y relajación interior terminaron cuando el humo de la porción de pizza calcinada estaba a un metro del techo. Vuelto a la realidad, sacó la planchuela al balcón, corrió hacia la puerta del departamento y la abrió para disipar el humo.
***
Se sentó nuevamente en la silla y, mientras se fregaba los ojos, le pareció oír su nombre. Tragó saliva. Afinó su audición. Tras un momento tuvo la misma sensación.
No cabía duda. Era una voz de mujer que penetraba por la puerta abierta. Tomó un trago de té caliente, se levantó y a paso lento salió al pasillo, luego de encender la luz.
Esperó pocos minutos y volvió a oír su nombre. Subió la escalera cautelosamente, pero con decisión. Al llegar frente a la puerta de Mónica, observó que estaba entreabierta. Podía ver el inicio de una alfombra verde. Su respiración se agitó; tomó conciencia de su galope cardíaco. Se fundían en él fantasía, deseo y realidad.
***
Abrió bruscamente la puerta sin soltar el picaporte. Caminó luego hacia el dormitorio, de donde venía una brisa fresca por la ventana mal cerrada. Al llegar, sobre la cama, un cuerpo desnudo de mujer se dejaba adivinar por la transparencia de una fina sábana iluminada tenuemente por el resplandor que se filtraba desde afuera.
Acostada hacia abajo, abrazando la almohada, con la cabeza de costado y el cabello cubriendo su rostro, dormía Mónica. El lienzo blanco la cubría formando un todo, cual bloque de mármol destinado a una escultura. Sebastián se sentó en el borde de la cama y, con su mano derecha sobre la sábana, a la manera del cincel de un artesano, fue dando forma al bello cuerpo de mujer; primero a su cuello, después y despacio a un lado y a otro de la espalda; y bajó diseñando su cintura cóncava hacia arriba. Y fueron luego sus dos manos quienes moldearon más allá de la cintura.
Entonces Sebastián sintió el deseo de caer en el abismo de aquella hermosura, pero pudo en un instante comprender cuánto había en aquello de pasión y cuánto de locura. Inspiró profundo, tomó unos segundos, acarició el cabello de la dama y, buscando después su mano bajo la sábana, vio lo que había de realidad en aquella fantasía. Tal como en bloque de mármol en el cual a Mónica esculpía, frío, su cuerpo yacía inerte, lejano, sin vida.
***
Nunca supieron de dónde vino, jamás por qué se fue.




Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-987-33-2139-9
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.

EL PERRO - CUENTO




El perro

Una vez soñé que era una mariposa. Volaba
de un lado para otro y me portaba en todo como una mariposa. Luego me desperté
y me encontré en mi lecho. Ahora no sé si soy un hombre que soñó que era una mariposa o si soy una mariposa que está soñando que es un hombre.
Chiang Tzu (hacia 360 – hacia 286 a.C)

Felipe no sabía si era coraje o vergüenza el sentimiento interior que le permitía soportar el agobio de seguir viviendo.
Sumergido en las sábanas revueltas de su cama, buscaba en un dormir sin límites, el manantial que apagara su tristeza, su corazón en llamas.
De pronto, un sobresalto de ensueño, una pesadilla, un despertar con pánico… lo impregnó de una sensación de extrañeza. No sabía qué le pasaba. Saltó de la cama, tocó con sus manos el hocico, sacudió la cabeza haciendo flamear sus orejas y al girar y mirar el espejo, comprendió aquella realidad asombrado. Era un perro.
Sorpresivamente corrió por su lomo una especie de electricidad, una comezón y, automáticamente, con sus patas traseras trató en vano de rascarse para que esa horrible sensación acabara.
Se abrió la puerta de entrada y sus hijos, Martín y Juan, con una sonrisa en los labios, exclamaron al unísono:

-¡Mami, mirá qué lindo perrito!

-¡Sáquenlo afuera! -ordenó la mamá-… Lo único que falta es un perro en esta casa -concluyó con ironía.

-Yo puedo bañarlo, vas a ver qué bonito queda si lo cuidamos -dijo Martín, esperando un cambio en la opinión de su madre.

-¡Basta! ¡Mirá cómo se rasca! ¡Seguro que tiene sarna! –contestó ella exaltada y, sin pérdida de tiempo, con un patadón, sacó al perro a la calle.
Felipe, inmerso en su tétrica e inexplicable situación, sólo pensaba en la manera de salir de ella. No sabía cómo expresarse, cómo hacer para que lo reconocieran.
Por una esquina vio pasar a Saúl, su amigo de años y ahora ex compañero de trabajo. Salió a su encuentro, movió su cola, trató de que se diera cuenta de que era él, pero sin resultado positivo.
Saúl lo miró y, agachándose para acariciarle la cabeza, le dijo:

-Yo te llevaría, pichicho, pero no está como para darle de comer a un perro en casa, y ahora voy a trabajar; tendrías que esperar en la puerta…
Saúl tomó el micro, y por la ventanilla siguió mirando con cariño e impotencia a ese perrito que había ganado su simpatía.
Con la velocidad que pasa un relámpago ante los ojos, de pronto Felipe dejó de ser un perro. Se encontró en aquella esquina vestido con sus zapatillas gastadas, sus pantalones mal planchados y aquella camisa que usaba para trabajar, antes de que lo despidieran.
Volvió corriendo a su casa, abrió la puerta y llegó hasta la cocina.
Juan y Martín salieron a abrazarlo. Marta, su mujer, con ira en el rostro, volvió a pasarle la cuenta de cada día. Lo miró fijo y sentenció:

-Si llegaste sin conseguir trabajo, te vas; estoy cansada de esta vida de perros que siempre tuve con vos.

Sin mediar palabra alguna, Felipe salió de la casa; caminó largas horas por las calles.
Saúl, que regresaba del trabajo, con disimulada indiferencia, entró en un almacén para evitar el encuentro.
Felipe se paró frente a una resplandeciente vidriera, se miró en aquel reflejo y no pudo darse cuenta de si era un hombre o era un perro.






Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-987-33-2139-9
Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.

CARTA PARA JUAN




Carta para Juan

                               Chivilcoy, 01 de octubre de 2011  
  
Juan, mi querido amigo:

Imagino tu preocupación por cómo estamos por estos pagos. El tiempo y las cosas pasan. Valoramos y medimos la vida por los hechos que en ella transcurren. Pero en esencia, lo que mueve y da lugar a los argumentos de la existencia, proviene de las mismas vertientes y muere en el mismo mar. Siempre bajo el mismo cielo transcurrieron la noche y el día, lo bueno y lo malo, la cordura y el desquicio. Pero hay una fibra innata que sustenta a la buena gente, que trasciende a sus modismos y se expresa en su conducta honrada.
Añoro los churrasquitos que asábamos entre amigos, con las brasas en el horno de tu padre, amasando la ilusión de independencia adolescente y de ser nosotros mismos con aquella travesura que fue nuestro primer trabajo. Después de haber cortado miles de ladrillos y puestos a secar al sol, ninguno de los horneros sentía cansancio en las manos, si la circunstancia invitaba a guitarrear. Porque eran esas mismas manos nuestro fusil, con el que defendimos y sostuvimos esta patria que es hoy. Patria por la que se enfrentaron militares y montoneros; políticos de izquierda, de derecha y de centro; demócratas buenos, regulares y malos. Pero mientras ellos se repartían fuegos artificiales, palabras y más palabras -que hoy algunos dicen son propiedad de intelectuales-, nuestra auténtica rebelión y felicidad era el trabajo. Las asperezas en nuestras palmas no impidieron ir a la escuela y aprender a escribir, leer, y caminar con respeto por los caminos de la vida. Con esas herramientas le hicimos frente a todo.
Nosotros no nos pudimos ir para después volver. Pero pusimos la espalda para llevar la cruz a nuestra manera, haciendo el aguante a tanta perversidad. Porque estos caminos que hoy asfaltan, los hicimos nosotros andando a caballo y caminando en patas y alpargatas. Y así, en la más penosa dictadura; el verdulero, el albañil, el pintor, el ama de casa, el maestro, la modista del barrio, el almacenero de la esquina y nosotros en nuestro poder hacer en tanto pueblo del interior; mantuvimos el barco a flote. Nos bancamos a los que desde la cubierta superior nos mandaban a dormir y subsistir en la bodega. Y hoy, que por hablar por boca de ganso nadie pierde ni una pestaña, dicen que nosotros fuimos pasivos y complacientes… hasta los que regresaron en los mismos botes con los que se fueron (algunos obligados por el opresor -es cierto-, otros por elección y por traidores). Y siguen ahí unos y otros, peleándose junto al timón queriendo marcar rumbo. Pero nosotros seguimos durmiendo en la bodega y sin saber qué lugar habrá para nuestros hijos y nietos.
La locura transita en los pensamientos y sentimientos de los que alcanzaron, por variables en general impredecibles, espacios importantes de poder. Viviendo de apariencias y cumplimientos protocolares, que dejan ver lo que la sociedad espera de los animadores políticos, se obsesionan con actos y discursos rituales diciendo lo que sus futuros dominados quieren escuchar. Y el autoengaño es recíproco. La maquinaria del artificio lleva al encumbrado a creer que él mismo es lo que desea ser, el único camino que pasa por esa realidad virtual donde la verdad sólo está en sus manos. En el convencimiento de ser ellos la alternativa indispensable e inigualable que tiene la sociedad -aunque a veces nace en la búsqueda de consensos utilizados como máscaras- germinan en ese sustrato ideas fundamentalistas y autoritarias.
Las formas de conseguir superpoderes y mayorías absolutas en democracias inmaduras, desvelan a mandatarios obsesionados por construir el estado ideal que anida en su imaginario, sustentando sus fantasías con su propia perpetuación, la idea única, el bronce y la película que algún cineasta partidario hará sobre sus vidas. Y los que miran desde abajo, en distintos estratos sociales, con diferentes aspiraciones de acuerdo a la naturaleza y cultura que los identifica, buscan pertenencia en adhesiones reales y simbólicas escalonadas en referentes sociales que se expresan en variados personajes que, aunque sabiéndose subordinados y dominados, comprenden que forman parte del sistema ideológico vigente que les permite a su vez generar su propio espacio y dominar a más débiles.
Lo paradójico de este ensamble es que la clase política dominante aparenta convivir con pautas morales y humanitarias que los hechos reales desconocen, como el genocidio que a mediano y largo plazo producen la falta de trabajo real, la desigualdad de oportunidades para todos, la desnutrición infantil y el acceso a una educación que forme ciudadanos con capacidad de crear y reformular ideas para poder participar, elegir y ser elegidos, y no sólo ser obsecuentes y sumisos con el pensamiento predominante impuesto.
Esta situación pone a las distintas clases sociales en sitios estancados, inmóviles, donde los que alcanzaron niveles superiores se muestran como protectores de los humildes, de los que están fuera del sistema, no incluidos, desposeídos, marginados. Pero desde hace varias décadas los carenciados siguen estando en el mismo sitio.
La verdadera inclusión es la sustentada por el trabajo real, que permite al humilde dejar de serlo, permitiéndole la traslación ascendente de su condición social. Sólo una estrategia política que lleve a esto permitirá la igualdad y una verdadera distribución de la riqueza, que pasa fundamentalmente por una actitud no egoísta.
Los humildes no necesitan ni abanderados, ni padrinos, ni protectores, sólo necesitan dejar de serlo. Enfrentar la vida de igual a igual con sus pares con las mismas posibilidades dentro de las circunstancias que presenta la vida. Pero el desorden social crónico traspasó distintos gobiernos, ideas y métodos que tuvieron en común la búsqueda de la sumisión, por diferentes formas, para sostenerse en el poder, para justificar continuidad sostenida en el tiempo.
Esto generó en los excluidos la actitud de asumirse como sector humilde, de sentirse necesitados de protección, de contar con padrinos políticos bondadosos que los auxiliasen en sus necesidades mínimas indispensables. Pero perdieron el instinto de la rebelión, la ansiedad que genera la necesidad de progreso propio y la de sus hijos.
Si una ayuda económica a través de un plan social, la comunicación por Internet y telefonía celular o el traslado por las calles en un ciclomotor, no garantizan el ascenso socioeconómico, educativo y cultural de los sectores llamados humildes; es como perpetuar una mascota atada a un poste al que le damos un alimento mejor, pero que sigue privada de su libertad. Es posible que el cautiverio sostenido condicione su visión del mundo, y aún quitándole la cuerda que lo margina, la anulación del instinto de supervivencia lo haga volver a la casa de su amo por comida. Así, no todas las personas que viven en condiciones precarias de vivienda
y villas marginales, pretenden modificar su situación. Hasta los barrios con casas concedidas terminan transformándose en zonas superpobladas, subalquiladas y de riesgo, que deterioran la calidad de vida y el fin de progreso con que se realizaron. Las prioridades pasan, según su visión, por otras variables sujetas a pautas culturales, condicionadas por la opresión enmascarada de los sistemas de gobierno.
Así, los humildes hace muchos años que están en el mismo lugar. Y los sectores de poder necesitan a su vez de ellos, porque son la masa incondicional que los vota independientemente de la ideología, de las personas y de las formas, si en dicho contexto se encuentra el aparato y sistema que garantiza protección. Las aspiraciones de realización y vocación de participación ya fueron
estrechadas en muchos, cuando en los primeros años de vida la porción de comida fue insuficiente, y siendo adultos, promesa tras promesa, son llevados por quienes los dominan a la plaza, para escuchar los gritos de glorificación de sus bocas desdentadas que envanecen a los locos del poder.
Y los perturbados de la cumbre enfrentan a sus pares, con distintas máscaras se imaginan a sí mismos como salvadores del pueblo, en medio de la opulencia en que viven. Se acusan de autoritarios y mentirosos unos a otros y enarbolan ideologías diversas, pero en esencia, la vanidad que los alimenta y la actitud totalitaria es la misma.
Mientras tanto, alienados por su terrible condición, generación tras generación, los humildes, sin posibilidad de escape y sujetos a la sumisión, que el sistema con algunos de sus antifaces le impone, deliran en el sentimiento de pertenencia que el padrino de turno les da. Y esa locura es su felicidad, hasta que uno de ellos alucine con la verdad y de lugar a la rebelión que les quite la soga del cuello. Mientras tanto, los poderosos siguen llenando plazas y a veces discutiendo entre ellos; autoproclamándose amigos del pueblo y los trabajadores. Los humildes y desposeídos siguen desde hace muchos años ocupando el mismo espacio.
La verdadera revolución es aquella que nace espontáneamente.
La que crece dentro del corazón de la gente y explota en latidos de libertad y justicia. La que nadie supone ni se conoce el momento preciso en que se dará. Como erupción volcánica o tsunami, de la unión de infinitas moléculas y fuerzas naturales, la voluntad de un pueblo canaliza su energía y se expande arrasando contra todo sentimiento de opresión, de mentiras, dobles discursos,
y promesas incumplidas. La verdadera revolución no viene de poderosos que prometen para eternizarse en el poder y, con la falacia de autoproclamarse protectores de los humildes, lograron enriquecerse infamemente y vivir como reyes.
Los carenciados, desposeídos, descamisados, indigentes o excluidos, siempre están en el mismo lugar desde hace más de cincuenta años. Sus villas crecen igual que sus necesidades. Miserias y penurias cambian de matiz según el tiempo, épocas y costumbres. Pero siempre están allí. En el mismo lugar. El que les marcó el destino y obligó a aceptar el vil opresor. Disfrazado de todas las maneras y formas de gobernar, el perfil totalitario, en mayor o menor grado, siempre aparece.
Los necesitados siguen en el mismo sitio. Esperando generación tras generación, casi por inercia, a los de las grandes promesas incumplidas, pero que algo dan. Facilitan la subsistencia y perseverancia dentro de la misma miseria. Igual a la que tuvieron sus abuelos y sus padres, y la que soportarán sus hijos.
Las campañas rezan y repiten: “Se trabaja propiciando la interrelación, innovación y creatividad, como también fomentando la igualdad de oportunidades para que niños y jóvenes estén preparados para ser los verdaderos protagonistas de una nueva sociedad”. Y esta sociedad prometida es humo que disipa el viento desde siempre.
El recuerdo posible sólo conoce una carencia principal, la del conocimiento y la educación, acentuada por el hambre, la droga y la desintegración familiar. La garantía de desarrollo intelectual se sustenta en una buena alimentación a temprana edad; y la de un plato de comida diario, en el trabajo y su justa remuneración.
Pasaron ya muchos años, pero la miseria o, la llamada ahora condición de excluidos sociales, es la misma en todas sus variantes: con o sin radio; con o sin televisor; con o sin computadora; con tierra, ripio o asfalto; escribiendo cartas y pegando estampillas o con telefonía celular.
El acceso al conocimiento e igualdad de oportunidades es la llave para poder elegir. Y desde esa capacidad de optar surgirá la verdadera rebelión. La revolución desde el seno de las villas, de las comunidades indígenas, de los inmigrantes y de los trabajadores con libertad para expresarse según sus convicciones. Dicen que los vientos progresistas de los últimos años cambiarán el rumbo. Pero todavía los excluidos permanecen en el mismo lugar, con distintas particularidades, pero en el mismo sitio.
Hace poco estuve en la capital. Volví asombrado al ver todavía tanta gente durmiendo en la calle, incluso frente al obelisco. Y los cartoneros, desde los abuelos hasta los niños, buscando su mejor ocasión en revueltos de basura:

Pequeña criatura de humana figura,
guardas en tu bolsa la sensación,
recogiendo chispas que imitan ternura,
aspirando vapores que dan ilusión.
Te hostiga el día y la indiferencia,
y escapas en sueños buscando calor
esquivando el hambre, el viento y el frío,
envuelto entre mantas de trapos y cartón.
Protege la noche desierta de odios,
el desamparo de tu corazón niño
y recoges el pan que ha dejado olvidado,
insensible en la calle el mundo mezquino.
Fue tu madre una vida injusta,
y tu padre una duda sin responder,
tu patria es la historia de una mentira,
y la muerte segura tu atardecer.
La rebelión es tu grito sagrado
y confundes con sangre tu soledad,
mezclando verdades, amores y odios,
con el silencio de la sociedad
.
Solo el paso de los años responderá tantos interrogantes, y dará por cumplidas, o no, las promesas que durante tantos años hicieron distintos gobernantes. Mientras tanto, ellos, los humildes, esperan con resignación proyectando su futuro en castillos de cartón.
Esperando tu pronta visita, te envío un fuerte abrazo y mis mejores afectos para tu familia. Hasta pronto.
                                                                                                                       
                                                                Daniel




Chivilcoy, 2012

Copyright © Guillermo Rodolfo Pinotti, 2012.
Todos los derechos reservados.

Supervisión editorial: María del Valle Grange.
Hecho el depósito que fija la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.
                                   Impresiones GraFer (Chivilcoy), 2012.





MALDITO ALBAÑIL - CUENTO


MALDITO ALBAÑIL

No había necesidad de remodelar la toilette del primer piso. Pero mi anciana tía Rosita encontraba motivaciones y proyectos para su vida haciendo arreglos uno tras otro. Convivir con ella era tranquilo, pero debía adaptarme a sus gustos; la casa no era mía.
Llegué una tarde, y un tal José Cabañas acababa de cerrar trato con tía para el trabajo de albañilería. No me cayó bien a primera vista. Nos cruzamos en el pasillo de entrada y, sin saludo de por medio, siguió conversando con Rosita, ignorándome por completo.
Dejé mi saco en el perchero y esperé ansioso que tía regresara del living para preguntarle detalles.

-¿Este tipo es el albañil?

-Sí, lo recomendó don Antonio, el almacenero de la esquina.

-¿Le preguntaste bien cómo trabaja?

-Don Antonio no me va a mandar a ningún improvisado, nos conocemos hace años.

-Es cierto -contesté-, pero vale tener en cuenta que hoy con la desocupación que hay, cualquiera para quitarse el hambre agarra una cuchara y un martillo y se presenta como maestro mayor de obras.

-¡No seas desconfiado! -exclamo tía y, pasándome la mano sobre la espalda, intentó darme confianza.

Me senté en una silla mirando el piso. Mi actitud pensativa y desconfiada hizo que Rosita, con una sonrisa inicial, continuara explicándome:

-Te gustará cuando termine. Ya tengo comprados los materiales y los cerámicos nuevos. Me dijo que en quince días termina todo.

-¿Y la mano de obra qué costo tiene? -pregunté ansioso.

-A mi edad el dinero tiene un sentido diferente, sobrino. Quiero darme los gustos que puedo. Me pasó un presupuesto de cuatro mil pesos y creo que podré pagarlos sin problemas.

No pude soportar aquello. Comencé a indisponerme. Un calor horrible subió por mi cara y mis orejas las sentía como entre llamas. El estómago se me contraía y me esforzaba para que las horribles náuseas no se convirtieran en apestosos vómitos. ¡En quince días aquel operario, calificado por el almacenero de la esquina, ganaría lo que yo consigo en dos meses como administrador de empresas! Allí comenzó mi odisea.
Día a día, la casa entera pasó por terremotos, maremotos y tsunamis. Sin tener en cuenta el placard con mi ropa, mis libros y documentos, el equipo de música ni la computadora, el polvo y salpicaduras de cal llegaron hasta el último rincón sin que aquel hombrecito constructor tuviera el mínimo registro de aquel daño.
Tenía que hacer algo. Un día esperé que llegara y preparara aquella pasta maldita de cemento y arena. Subió con dos baldes por la escalera hasta el primer piso y, cuando menos lo esperaba, con un empujón suave pero preciso, lo hice estrellar contra el piso sobre el plastrón de material. Después de corcovear como rana en un sartén un rato, dejó de moverse ahogado cabeza abajo.
El cemento, al fin, no es más que una forma de polvo, y si del polvo venimos, al polvo vamos.







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